Antes de las siete ya estoy conectada para poder hablar y ver a mi familia. Es curioso que ellos estén celebrando Nochebuena cuando yo ya estoy viviendo Navidad. Los micrófonos no funcionan, así que no puedo escucharles la voz, sólo verles. Se convierte en un gran momento el hecho de que estén pendientes de todo lo que explico y yo sólo pueda ver sus caras, imaginando lo que piensan de mí. Me recuerda a cuando quito el volumen a la televisión y miro los anuncios sin sonido; entonces parecen mucho más interesantes de lo que en realidad son.
Recojo y desayuno a toda prisa para poder llegar a tiempo al autobús, que sale a las nueve. El chófer del hotel carga mis mochilas en el maletero, yo le indico que debemos salir rápidamente. Como siempre sucede al tener prisa, uno fija la atención en el tráfico, en la gente que cruza sin mirar, en los semáforos... creyendo que justamente es el día en que todo va más lento.
Con tres minutos de antelación, pago el billete combinado de autobús y barco que me llevará hasta Nusa Lembongan. El chico señala hacia donde debo correr y salgo disparada, llegando justo a tiempo para tomar asiento y empezar la marcha. Durante el trayecto, tres chilenos me explican que están trabajando en Nueva Zelanda por unos meses y aprovechan las vacaciones para viajar por aquí. Cada vez conozco a más personas que ganan dinero en Oceanía para gastarlo en Asia. Empiezo a barajar la posibilidad de hacer lo mismo, imaginando cómo sería mi vida si finalmente lo hiciera.
Llegamos a Sanur. Un hombre nos dirige hacia el lugar donde embarcaremos. El asfalto arde y él va descalzo. Durante el camino, voy fijándome en cómo sus pies van buscando los trozos sombríos y los charcos. Pienso que es muy molesto andar quemándose los pies, como cuando uno va a las duchas en la playa; aunque también creo que podría haberse puesto las chanclas, así que no me da ninguna pena.
Subo a una barca cochambrosa; la cual transporta todo tipo de cajas, sacos de arroz, fruta y hasta una motocicleta. Somos muy pocos pasajeros. Erica, una chica de Colorado, me pregunta si ya he reservado noche en la isla donde vamos. Al decirle que no, pregunta si podremos ir juntas en búsqueda de algo barato. De todos modos debía hacerlo yo sola, así que no está nada mal contar con una ayuda.
El fuerte oleaje provoca que entre agua por ambos lados de la barca. Además, empiezo a marearme un poco con tanto balanceo. Cojo aire, miro hacia el frente y dejo de hablar durante un buen rato. Erica se preocupa por mí, intentando hacerme a la idea de que ya estamos a punto de llegar. Las vistas de la isla desde el mar son maravillosas. El agua tiene un color azul celeste, bonito contraste con el verde intenso de su vegetación.
Recojo y desayuno a toda prisa para poder llegar a tiempo al autobús, que sale a las nueve. El chófer del hotel carga mis mochilas en el maletero, yo le indico que debemos salir rápidamente. Como siempre sucede al tener prisa, uno fija la atención en el tráfico, en la gente que cruza sin mirar, en los semáforos... creyendo que justamente es el día en que todo va más lento.
Con tres minutos de antelación, pago el billete combinado de autobús y barco que me llevará hasta Nusa Lembongan. El chico señala hacia donde debo correr y salgo disparada, llegando justo a tiempo para tomar asiento y empezar la marcha. Durante el trayecto, tres chilenos me explican que están trabajando en Nueva Zelanda por unos meses y aprovechan las vacaciones para viajar por aquí. Cada vez conozco a más personas que ganan dinero en Oceanía para gastarlo en Asia. Empiezo a barajar la posibilidad de hacer lo mismo, imaginando cómo sería mi vida si finalmente lo hiciera.
Llegamos a Sanur. Un hombre nos dirige hacia el lugar donde embarcaremos. El asfalto arde y él va descalzo. Durante el camino, voy fijándome en cómo sus pies van buscando los trozos sombríos y los charcos. Pienso que es muy molesto andar quemándose los pies, como cuando uno va a las duchas en la playa; aunque también creo que podría haberse puesto las chanclas, así que no me da ninguna pena.
Subo a una barca cochambrosa; la cual transporta todo tipo de cajas, sacos de arroz, fruta y hasta una motocicleta. Somos muy pocos pasajeros. Erica, una chica de Colorado, me pregunta si ya he reservado noche en la isla donde vamos. Al decirle que no, pregunta si podremos ir juntas en búsqueda de algo barato. De todos modos debía hacerlo yo sola, así que no está nada mal contar con una ayuda.
El fuerte oleaje provoca que entre agua por ambos lados de la barca. Además, empiezo a marearme un poco con tanto balanceo. Cojo aire, miro hacia el frente y dejo de hablar durante un buen rato. Erica se preocupa por mí, intentando hacerme a la idea de que ya estamos a punto de llegar. Las vistas de la isla desde el mar son maravillosas. El agua tiene un color azul celeste, bonito contraste con el verde intenso de su vegetación.
Nada más poner un pie en tierra, un hombre nos ayuda con el equipaje y en
seguida se ofrece para buscarnos alojamiento. Él también se llama Wayan, así
que aprovecho para resolver mi incógnita acerca de los nombres indonesios. Se
confirma que siempre al primer hijo se le llama así, al segundo le llaman Made,
al tercero y al cuarto otro nombre que no recuerdo y el quinto vuelve a ser
como el primero, así sucesivamente.
No sé en qué momento se ha dado por supuesto que Erica y yo íbamos a dormir
juntas, pero la mejor oferta resulta ser esa y terminamos en un bungalow de
madera frente al mar, con cama de matrimonio. La cama mide dos metros de largo
por dos de ancho, así que tampoco representa un problema para ninguna de las
dos.
Después de instalarnos, nos conocemos un poco más mientras tomamos el sol y
nos bañamos. Al principio, Erica parecía una chica tímida y recatada, pero a
medida que van pasando las horas compruebo su verdadero sentido del humor y lo
fácil que es conversar con ella sobre cualquier tema.
Ella quiere alquilar una moto, lo cual es estupendo para conocer la isla en
profundidad y a nuestro aire. El único problema reside en mi mente. Las dos
últimas veces que conduje una de ellas tuve pequeños sustos, con lo que no me
atrae mucho la idea de volver a probar suerte. Recuerdo una conversación que
tuve un día con Alejandra, la argentina. Ella creía que los accidentes siempre
ocurrían cuando algo en tu vida debía cambiar, a modo de aviso. Incluso me
estuvo explicando acerca de uno que ella sufrió y la relación que tenía con el
momento que estaba viviendo. De repente, paro de pensar y le digo a Erica que
alquilemos una moto a medias, que intentaré volver a cogerla.
Hace una tarde estupenda para explorar esta pequeña isla. Emprendemos rumbo
a Dream Beach, un rincón muy recomendado situado al suroeste. Al llegar, vemos
como un gran restaurante ocupa todo el acceso a esta playa salvaje. La verdad
es que es un lugar precioso, donde hay una piscina de horizonte infinito que
hace que nos pidamos unas cervezas para entrar en ella. Luego, plantamos el
pareo en la playa y nos dedicamos a saltar olas o a sumergirnos en ellas, a
descansar o a hacer figuras de arena.
Se me ocurre reproducir una obra de arte que empecé con Tea en una playa de
Llanes. Nunca pudimos terminarla, ya que una ola vino y se la llevó. Se trataba
de una escultura de arena; era una mujer desnuda, tumbada de lado, sujetando su
cabeza y mirando al mar. Esta vez, tomo distancia suficiente y puedo acabar de
hacerla, lo cual me hace sentir muy orgullosa. Le hago unas fotografías e
incluso le pido a Erica que me haga una con la escultura para poder mostrársela
a Tea.
El sol va cayendo y decidimos ver el atardecer en una bahía cercana a Dream
Beach. Mientras caminamos hacia allí, vemos cómo el cielo va cambiando de color
por instantes. Lo que no imaginamos es el fantástico paraje que nos espera.
Como en un acantilado, divisamos desde arriba cómo rompen las furiosas y
gigantescas olas contra unas piscinas naturales de roca volcánica. Se trata de
otro momento mágico, en que, como diría una de mis profesoras favoritas, que en
paz descanse; no es necesario sacar la cámara para retratarlo, basta con
retenerlo para uno mismo.
Piscinas naturales entre Dream Beach y Sandy Beach, en Nusa Lembongan |
Lo comento con Erica y ella está totalmente de acuerdo en que una
fotografía no puede plasmar todo lo que se vive en ese instante, pero un
recuerdo sí. Es aquí cuando empezamos a entendernos mejor y a disfrutar de nuestra
compañía.
El camino de vuelta se torna un poco duro, a la vez que muy divertido. Tenemos
un poco de miedo; yo a que nos caigamos de la moto en medio de la oscuridad y
de la nada, Erica a no saber volver al bungalow y a pasar por delante de los cementerios.
A pesar de ello, no dejamos de bromear y de padecer risa nerviosa. En poco
tiempo todo termina y regresamos sanas y salvas.
Pensamos en pasar una velada agradable y en cenar algo especial, como si
fuera nuestro regalo de Navidad. De golpe, se echa a llover y no tenemos más
remedio que quedarnos en el primer lugar que encontramos. Hay una banda tocando
y cantando música occidental, lo cual hace del restaurante algo más agradable.
Una chica australiana, Donna, se sienta a nuestro lado para charlar un
rato. Ella está trabajando como profesora de yoga en Bali. Aprovecha sus días
libres para venir a visitar a su novio, nativo de Nusa Lembongan. Él es el
cantante del grupo, tiene una cara muy simpática y el pelo muy negro y largo.
La música me impide escuchar bien a Donna y a Erica, así que me inclino por
seguir el ritmo y cantar todas las canciones.
De repente, tras un fuerte aplauso, el grupo me pide que salga a cantar
algo.
-Do you know something in Spanish?-les pregunto, esperando que sepan algo
que no me haga quedar en ridículo-
-Mmmm…La Bamba!?!-contestan los tres a la vez, con mucho entusiasmo-
Y ahí estoy, subida al escenario, cantando y bailando La Bamba. Erica y
Donna parecen alucinar con la situación, luego aplauden y felicitan que haya
tenido valor para aceptar la invitación.
Al día siguiente, Erica se despierta temprano para ir a ver las mantas
raya, una excursión que yo no quise contratar. Yo intento seguir durmiendo, lo
cual resulta imposible. Abro los ojos y veo el mar a través de la cristalera de
la terraza. Por un momento, pienso en algo que dijo mi padre: “Tracta de no
allotjar-te a primera línea del mar per si un cas…”. Imagino cómo sería ahora
mismo que hubiera un tsunami y engullera todo a su paso, a la vez que miro por
la cristalera para comprobar el estado del mar. Es terrible tan solo pensar
cómo la naturaleza hace que algo tan drástico pueda ocurrir sin esperarlo. A
pesar de ello, desayuno frente al mar, disfrutando de las vistas y el sonido
que éste emite.
Cojo un mapa de la isla y me dispongo a recorrerla en moto. Es curioso,
pero nada más subirme a ella, siento que nada malo va a suceder, ya que estoy
muy segura de mí misma y de querer vencer este miedo. Me dirijo a Mangrove
Forest, hacia el noreste. Conduzco tranquila, ya que el pavimento no está en
muy buenas condiciones. Al llegar allí, compruebo que mangrove debe significar manglar, cosa que ni había parado a
pensar, pero al ver el paisaje, imagino que así es.
Se ofrece un recorrido en barca por los manglares, aunque yo decido ir por
libre a explorar, sin profundizar demasiado. Todos los árboles que nacen en el
mar son iguales, con las raíces hacia afuera, como si de unas gigantescas patas
de araña se tratara. Más arriba se alza el tronco y luego la copa, de grandes
dimensiones y muy poblada de hojas verdes.
Continúo sumergiéndome en el agua, ya con mis gafas de snorkle, nadando
hacia mar abierto para llegar al arrecife de coral. Encuentro alguna nueva
especie de pez y el fondo es realmente bonito, aunque decido volver en seguida,
ya que la corriente me arrastra hacia dentro y no quiero agotar todas mis
fuerzas en el intento. Nadar hacia la orilla se hace muy costoso, aunque trato
de ir parando en las zonas donde hago pie para respirar hondo y reponerme.
Finalmente, llego agotada y después de tomar algunas fotografías, subo otra vez
a la moto.
Esta vez voy hacia el noroeste, donde hay playas más tranquilas para
descansar un buen rato y comer algo cuando apetezca. Nada más pisar la playa, busco
la sombra de una palmera para echar el pareo y tumbarme.
Tras una pequeña siesta y un baño, imagino que Erica estará al llegar de su
excursión, así que no tardo en volver al bungalow para reencontrarme con ella.
Hemos decidido compartir los gastos de la moto y del alojamiento, lo cual
supone una ventaja económica, pero también una desventaja en cuanto a la libertad.
El recepcionista me informa de que Erica ha venido y se ha vuelto a ir con
un grupo de personas para comer con ellos. Así que como en un warung cercano y hago tiempo para volver más tarde, para ver
si ella ya ha regresado. Siento que estoy perdiendo el tiempo, ya que ella no
está y yo también tengo ganas de hacer cosas. Entonces le escribo una nota
explicando mi situación y pidiendo disculpas por tomar la moto como mía
únicamente; la poso encima de su almohada y me voy.
Subo las montañas para luego bajarlas por el lado sur de la isla, hasta
llegar a un puente colgante de madera que cruza hacia Nusa Ceningan, una islita
todavía más pequeña. Resulta muy emocionante pasar en moto por el puente, ya
que las maderas tiemblan y emiten un chasquido entre ellas, que se hace más
fuerte y rápido contra más velocidad llevas.
Las carreteras están todavía en peores condiciones que en Nusa Lembongan,
pero todo es maravilloso e invita a ir despacio para contemplarlo con
detenimiento. Veo pescadores recogiendo sus redes del mar, señoras extendiendo
el arroz en grandes mallas para que seque, niños jugando y saludándome con mucha
ilusión y una gran sonrisa, vacas sueltas comiendo hierba por todas partes, personas
que venden cualquier cosa encima de unas tablas en medio de la nada, incluso un
grupo de hombres rociando a un cerdo recién sacrificado con alcohol y
quemándole el pelo.
Llego a Secret Beach, una playa en la cual estoy completamente sola. Pensé
que al llamarse así, estaría precisamente llena de curiosos visitantes, pero
afortunadamente me equivoqué. El mar está muy bravo y sólo paseo por la arena,
sacando fotografías del paisaje completamente virgen y salvaje. Seguidamente,
tomo rumbo hacia Blue Lagoon, a pocos minutos en moto. En la entrada hay un
niño que cobra por retirar un tronco que impide que las motos puedan pasar.
Luego vuelve a ponerlo en su sitio y espera a que llegue otro visitante.
Blue Lagoon es una especie de bahía donde el agua combina varias
tonalidades de azul debajo de un bonito acantilado. Hay un punto a trece metros
sobre el mar destinado al salto de los más atrevidos, aunque advierten que hoy
no es un buen día para tirarse ya que el oleaje podría causar grandes lesiones.
Una chica trabaja allí sirviendo bebidas en una terraza, junto al punto de
salto. Hablo con ella durante mucho rato sobre cuál debería ser mi próximo
destino en Indonesia, teniendo en cuenta el bajo presupuesto, los
desplazamientos y las peculiaridades de cada isla. Finalmente, decido que
mañana por la mañana emprenderé rumbo a Lombok, porque al parecer, aquí ya lo
he visto casi todo.
En el mismo instante en que me pongo el casco y subo a la moto para irme,
aparecen Erica y Donna. Primero nos sorprendemos por la gran casualidad de
habernos encontrado aquí, aunque luego pensamos que era más probable
encontrarnos que no encontrarnos, debido a las dimensiones de estas dos islas.
Erica dice que ha leído la nota y que se alegra de que haya cogido la moto sin
esperarla más, cosa que me alivia y me hace recobrar la sensación de libertad.
Nos separamos otra vez, ya que ellas quieren ver el atardecer allí y yo quiero
evitar conducir de noche a la vuelta.
Desde el puente de madera, de vuelta a Nusa Lembongan antes de que oscurezca |
De camino al bungalow, miro en el mapa un lugar cercano para poder ver cómo
se esconde el sol en el mar. Me dirijo hacia allí rápidamente pero acabo
perdida, pasando por las mismas calles una y otra vez. Entonces, por el rabillo
del ojo me parece ver a Alejandra, la argentina que conocí en Jogjakarta, en otra
moto, con un chico más joven que ella.
-Ale!!! Aleeee!!!-grito en medio del camino, dirigiéndome a Alejandra-
-Pero Silvia…qué bueno, ché!!y qué bueno verte en moto, boluda!!-contesta,
con mucha alegría al verme-
Sólo nos da tiempo a cruzar unas cuantas palabras, nos decimos la
localización de nuestros alojamientos y esperamos volver a encontrarnos, aunque
no fijamos ninguna hora ni lugar concreto. Esto sí es una casualidad. Así que
vuelvo hacia el bungalow, sin haber encontrado el lugar para ver la puesta de
sol, pero habiendo encontrado a Alejandra.
Intento recordar una cita que mi amiga Estrella me
escribió una vez en un mensaje. Por más que pienso no doy con ella, aunque
recuerdo que relacionaba lo casual con lo causal de nuestro día a día. Planteo
el significado de esa cita una y otra vez, encontrándole demasiados puntos de
vista; tantos, que termino por decirme en voz alta: “Silvia, vale ya, que te
vas a volver loca de tanto pensar”.
Una ducha me deja completamente relajada, sin ganas de salir para nada más.
De pronto aparece Erica y hace exactamente lo mismo que yo, así que terminamos las
dos encima de la cama, hablando de nuestras vidas y comiendo almendras que ella
trajo en una bolsa desde América. La conversación es tan interesante y nos
mantiene tan entretenidas, que las dos terminamos hasta dándonos las gracias
por ésta.
Recuerdo que mi amiga Maite, al volver de Argentina me contó lo
espectacular que había sido poder conocer a alguien en un momento preciso y exprimirlo
al máximo, ya que posiblemente fuera el único que tuvieras junto a ese
individuo. Ahora que tengo la oportunidad de comprobarlo y disfrutarlo en
persona, puedo decir que es una experiencia inolvidable.
Amanece un día más, hoy es cuando tenía pensado coger un barco hacia
Lombok. Me levanto temprano y voy directa a las taquillas del puerto. Wayan, el
hombre que nos acompañó el primer día, me persigue para llevarme a comprar el
ticket donde a él le interesa, pero después de frenarle unas cuantas veces,
consigo ir por mi cuenta a investigar qué es lo que más me conviene.
Casi todo está cerrado, ya que hoy es el día de la gran ceremonia. El ferry
que más me interesaba ya ha salido hace treinta minutos y no hay otro hasta
mañana. Erica se va hoy a las tres de la tarde y el bungalow para mí sola es
muy caro. Tal vez pueda buscar algún alojamiento más económico y esperar hasta
mañana, lo cual me permitiría pasar la mañana con Erica y asistir a la gran
fiesta que por la tarde se va a celebrar alrededor del templo.
Encuentro una habitación horrible con un baño terrorífico a un precio muy
económico. Pienso que por una noche podré soportarlo, así que dejo mi equipaje
en la habitación y salgo en busca de Erica.
Ella se alegra mucho al verme y saber que compartiremos esta última mañana
juntas, yo estoy muy contenta por haberla encontrado todavía en el bungalow, ya
que creía que habría salido. Antes de nada, le invito a dejar sus maletas en mi
nueva habitación y, mientras nos dirigimos hacia allí, encuentro a Alejandra
desayunando con Josh, su nuevo amigo australiano. Paramos un rato a charlar con
ellos, que también se van a las tres de la tarde y disponen de una moto para
sus últimos recorridos. Finalmente, todos dejan sus equipajes en mi
horripilante habitación, ya que les queda justo al lado de donde deben tomar el
barco.
Marchamos los cuatro juntos. Parece que Josh y Erica han conectado muy
bien, mientras Alejandra y yo seguimos encantadas por habernos encontrado. Nos
dirigimos otra vez a Nusa Ceningan, puesto que Alejandra y Josh no la han
visitado todavía. Por el camino, Erica me dice que este chico le gusta mucho y
la verdad es que a mí me parece que a él también le ha gustado ella.
De repente, esta situación me hace recordar mi primer beso cuando tenía
ocho años, en el patio del colegio. Yo estaba sentada en una esquina leyendo un
cuento, Babar. Era un libro muy grande, por lo que tapaba toda mi cara. Un niño de la clase asomó su cabeza por detrás del cuento y dijo que
si quería a Xavi, porque al parecer Xavi me quería a mí. Lo primero que me pasó
por la cabeza fue decir que sí, aunque no lo conociera apenas. Al rato, el niño
volvió con Xavi de la mano, como si éste viniera obligado. El niño sentó a Xavi
a mi lado, alejándose con una risa nerviosa. Los dos sabíamos lo que se iba a
acontecer, ya que últimamente era usual crear parejas de novios después de
haberles forzado a darse un pico. Así que llegó mi momento, en el cuál él cogió
un extremo del libro y yo el otro y nuestros labios se rozaron durante algo
menos de un segundo. A partir de ahí, quedamos declarados como novios, aunque
nunca jamás volviéramos siquiera a cruzar una palabra. Tal estupidez nos
otorgaba importancia, orgullo y adrenalina. Hoy, me siento en el papel del otro
niño, como si tuviera que forzar a Josh y a Erica a que se besaran.
Paramos en un restaurante con una piscina con vistas al mar. Todos tenemos
hambre y mucho calor, así que pedimos comida y nos lanzamos al agua. Tanto la
situación entre nosotros como el entorno que se nos presenta es perfecto para
pasar un feliz último día aquí. Después de nadar, jugar con los hinchables,
tomar el sol, la sombra, hablar, comer y pagar; propongo enseñarles Secret
Beach, por si hoy hay menos oleaje y
podemos bañarnos.
Mientras Alejandra descansa bajo una palmera y yo me divierto con las olas,
los otros dos tiran mar adentro cogidos de la mano. En seguida salgo del agua
para comentar la jugada con la argentina, la cual también está pendiente del
culebrón de la mañana. Y ahora sí que me recuerdo por completo al niño que acompañaba a
Xavi, transportada totalmente a mis ocho años. La verdad es que vale la pena
sentirse así de vez en cuando, ya que aporta simplicidad y chispa a la vida.
Se hace tarde, debemos regresar a devolver las motos y a que ellos tres
tomen su ferry. Erica me explica que Josh le dio un beso en el agua y que es
una pena que se tengan que separar. Yo estoy feliz por ella, ya que una vez
más, la magia de la naturaleza y sus creaciones ha actuado de manera espontánea
y fructífera. Y con este bonito final, despido a los tres con mucha alegría de
haber compartido la mañana juntos.
Pasan unas horas de paseos sin rumbo por la playa, dejando que la arena
mojada se filtre entre mis dedos de los pies, hundiéndose estos a cada paso y
dejando una tira de huellas que se van borrando con la llegada de las olas. Todo
es igual, pienso. Empieza pisando fuerte, llega al fondo, se termina y se
olvida. Un vaivén de preguntas y respuestas se recrean por mis adentros, concluyendo
con que hay que aprender a aceptar el camino como se nos presenta y dejar que
fluya, ya que todo y todos tenemos
nuestros propios procesos por naturaleza.
Una especie de paso de semana santa a estilo hindú está en la calle
principal. Me acerco a echar un vistazo y un vigilante de seguridad me comenta
que a las seis se celebrará la gran ceremonia. Si quiero asistir, debo llevar
un vestuario especial que consta de una tela enrollada de la cintura a los pies
con un trapo atado como cinturón.
En frente de donde he alquilado la habitación, vive una gran familia de
varios hombres, mujeres y niños. Antes los encontré sentados en su patio y
todos me saludaron muy amablemente, así que me dispongo a pedirles ayuda para
poder ir a la fiesta. Tres mujeres escogen una tela específica para mí, de
entre un montón de ellas que hay en un armario. Luego, entre las tres me mueven
los brazos hacia arriba, me suben la camiseta, me colocan una tela de color
lila girando a mi alrededor y me atan un pañuelo naranja a la cintura.
Lista para el evento, no quiero ni mirarme en un espejo para saber qué
pinta tengo. Mis pasos son cortitos, me han ajustado tanto la tela que camino
como un pingüino. A pesar de ello, llego a la hora prevista a la plaza del
templo, donde se encuentran todos los ciudadanos y algunos turistas ya
esperando. Entre todos ellos, encuentro a Donna y a su novio, los cuales me
invitan a compartir la ceremonia a su lado.
Todo comienza sentándonos en el suelo por orden de un hombre con una túnica
y un gorro blanco. Debemos encender una barrita de incienso y colocarla ante
nosotros. Luego tomamos unos pétalos de flores y los llevamos entre las palmas
de las manos cerradas, hacia la frente. Esto se repite unas cuantas veces.
Entonces los pétalos se colocan detrás de las orejas o en el pelo. Más tarde
nos rocían a todos con agua bendita, primero la cabeza y luego la mano derecha
hasta tres veces; con la cual debemos llevarnos el agua a la boca. Finalmente,
colocamos unos granos de arroz pegados a nuestra frente, otros al cuello y por
detrás de las orejas. El último es para masticarlo y así termina la primera
parte de la ceremonia.
No entiendo absolutamente nada, pero me dejo llevar. Donna me da las
instrucciones y yo las sigo. Le pregunto si ella cree en todo esto y dice que
sí, aunque luego me intereso por conocer la religión hindú y no sabe responder
a nada. Pienso que ha querido hacerse la interesante por haber tomado el papel
de instructora anteriormente, así que paro de ponerla en un apuro y dejo que
viva su mentira ella sola.
Pronto empiezan a tocar los músicos y salen del templo diferentes
personajes que simbolizan a dioses. Todos ellos siguen una especie de baile
teatralizado con diferentes escenas interpretativas. Es interesante intentar
comprender qué es lo que se quiere dar a entender en estas escenas, aunque
parece que cada persona lo interpreta a su manera. Observando al público,
encuentro caras de alegría y diversión, de sorpresa, de miedo e incluso poco a
poco hay mujeres que parecen ser poseídas y deben ser rescatadas entre varios
hombres para llevarlas dentro del templo.
Al principio pienso que todo esto forma parte del show, aunque me parece
bastante fuerte. Terminada la ceremonia, voy a devolver mi atuendo a la familia
y allí me explican que esas mujeres son las elegidas por los dioses para
manifestarse. Ellos lo ven como algo muy normal y de hecho creen que es muy
bueno ser el elegido, ya que significa que tienes un dios que te quiere.
Paseando por las calles de Nusa Lembongan y en busca de un sitio para
cenar, me despido de esta isla que me ha brindado magníficos momentos. De
momento, finaliza el hinduismo para mí cuando llegue a Lombok, donde la mayor
parte de la población vuelve a ser musulmana.