martes, 30 de diciembre de 2014

15.un beso a tiempo

Antes de las siete ya estoy conectada para poder hablar y ver a mi familia. Es curioso que ellos estén celebrando Nochebuena cuando yo ya estoy viviendo Navidad. Los micrófonos no funcionan, así que no puedo escucharles la voz, sólo verles. Se convierte en un gran momento el hecho de que estén pendientes de todo lo que explico y yo sólo pueda ver sus caras, imaginando lo que piensan de mí. Me recuerda a cuando quito el volumen a la televisión y miro los anuncios sin sonido; entonces parecen mucho más interesantes de lo que en realidad son. 

Recojo y desayuno a toda prisa para poder llegar a tiempo al autobús, que sale a las nueve. El chófer del hotel carga mis mochilas en el maletero, yo le indico que debemos salir rápidamente. Como siempre sucede al tener prisa, uno fija la atención en el tráfico, en la gente que cruza sin mirar, en los semáforos... creyendo que justamente es el día en que todo va más lento. 

Con tres minutos de antelación, pago el billete combinado de autobús y barco que me llevará hasta Nusa Lembongan. El chico señala hacia donde debo correr y salgo disparada, llegando justo a tiempo para tomar asiento y empezar la marcha. Durante el trayecto, tres chilenos me explican que están trabajando en Nueva Zelanda por unos meses y aprovechan las vacaciones para viajar por aquí. Cada vez conozco a más personas que ganan dinero en Oceanía para gastarlo en Asia. Empiezo a barajar la posibilidad de hacer lo mismo, imaginando cómo sería mi vida si finalmente lo hiciera. 

Llegamos a Sanur. Un hombre nos dirige hacia el lugar donde embarcaremos. El asfalto arde y él va descalzo. Durante el camino, voy fijándome en cómo sus pies van buscando los trozos sombríos y los charcos. Pienso que es muy molesto andar quemándose los pies, como cuando uno va a las duchas en la playa; aunque también creo que podría haberse puesto las chanclas, así que no me da ninguna pena. 

Subo a una barca cochambrosa; la cual transporta todo tipo de cajas, sacos de arroz, fruta y hasta una motocicleta. Somos muy pocos pasajeros. Erica, una chica de Colorado, me pregunta si ya he reservado noche en la isla donde vamos. Al decirle que no, pregunta si podremos ir juntas en búsqueda de algo barato. De todos modos debía hacerlo yo sola, así que no está nada mal contar con una ayuda. 

El fuerte oleaje provoca que entre agua por ambos lados de la barca. Además, empiezo a marearme un poco con tanto balanceo. Cojo aire, miro hacia el frente y dejo de hablar durante un buen rato. Erica se preocupa por mí, intentando hacerme a la idea de que ya estamos a punto de llegar. Las vistas de la isla desde el mar son maravillosas. El agua tiene un color azul celeste, bonito contraste con el verde intenso de su vegetación. 


Nada más poner un pie en tierra, un hombre nos ayuda con el equipaje y en seguida se ofrece para buscarnos alojamiento. Él también se llama Wayan, así que aprovecho para resolver mi incógnita acerca de los nombres indonesios. Se confirma que siempre al primer hijo se le llama así, al segundo le llaman Made, al tercero y al cuarto otro nombre que no recuerdo y el quinto vuelve a ser como el primero, así sucesivamente.

No sé en qué momento se ha dado por supuesto que Erica y yo íbamos a dormir juntas, pero la mejor oferta resulta ser esa y terminamos en un bungalow de madera frente al mar, con cama de matrimonio. La cama mide dos metros de largo por dos de ancho, así que tampoco representa un problema para ninguna de las dos.

Después de instalarnos, nos conocemos un poco más mientras tomamos el sol y nos bañamos. Al principio, Erica parecía una chica tímida y recatada, pero a medida que van pasando las horas compruebo su verdadero sentido del humor y lo fácil que es conversar con ella sobre cualquier tema.

Ella quiere alquilar una moto, lo cual es estupendo para conocer la isla en profundidad y a nuestro aire. El único problema reside en mi mente. Las dos últimas veces que conduje una de ellas tuve pequeños sustos, con lo que no me atrae mucho la idea de volver a probar suerte. Recuerdo una conversación que tuve un día con Alejandra, la argentina. Ella creía que los accidentes siempre ocurrían cuando algo en tu vida debía cambiar, a modo de aviso. Incluso me estuvo explicando acerca de uno que ella sufrió y la relación que tenía con el momento que estaba viviendo. De repente, paro de pensar y le digo a Erica que alquilemos una moto a medias, que intentaré volver a cogerla.

Hace una tarde estupenda para explorar esta pequeña isla. Emprendemos rumbo a Dream Beach, un rincón muy recomendado situado al suroeste. Al llegar, vemos como un gran restaurante ocupa todo el acceso a esta playa salvaje. La verdad es que es un lugar precioso, donde hay una piscina de horizonte infinito que hace que nos pidamos unas cervezas para entrar en ella. Luego, plantamos el pareo en la playa y nos dedicamos a saltar olas o a sumergirnos en ellas, a descansar o a hacer figuras de arena.

Se me ocurre reproducir una obra de arte que empecé con Tea en una playa de Llanes. Nunca pudimos terminarla, ya que una ola vino y se la llevó. Se trataba de una escultura de arena; era una mujer desnuda, tumbada de lado, sujetando su cabeza y mirando al mar. Esta vez, tomo distancia suficiente y puedo acabar de hacerla, lo cual me hace sentir muy orgullosa. Le hago unas fotografías e incluso le pido a Erica que me haga una con la escultura para poder mostrársela a Tea.

El sol va cayendo y decidimos ver el atardecer en una bahía cercana a Dream Beach. Mientras caminamos hacia allí, vemos cómo el cielo va cambiando de color por instantes. Lo que no imaginamos es el fantástico paraje que nos espera. Como en un acantilado, divisamos desde arriba cómo rompen las furiosas y gigantescas olas contra unas piscinas naturales de roca volcánica. Se trata de otro momento mágico, en que, como diría una de mis profesoras favoritas, que en paz descanse; no es necesario sacar la cámara para retratarlo, basta con retenerlo para uno mismo.

Piscinas naturales entre Dream Beach y Sandy Beach, en Nusa Lembongan
Lo comento con Erica y ella está totalmente de acuerdo en que una fotografía no puede plasmar todo lo que se vive en ese instante, pero un recuerdo sí. Es aquí cuando empezamos a entendernos mejor y a disfrutar de nuestra compañía.

El camino de vuelta se torna un poco duro, a la vez que muy divertido. Tenemos un poco de miedo; yo a que nos caigamos de la moto en medio de la oscuridad y de la nada, Erica a no saber volver al bungalow y a pasar por delante de los cementerios. A pesar de ello, no dejamos de bromear y de padecer risa nerviosa. En poco tiempo todo termina y regresamos sanas y salvas.

Pensamos en pasar una velada agradable y en cenar algo especial, como si fuera nuestro regalo de Navidad. De golpe, se echa a llover y no tenemos más remedio que quedarnos en el primer lugar que encontramos. Hay una banda tocando y cantando música occidental, lo cual hace del restaurante algo más agradable.

Una chica australiana, Donna, se sienta a nuestro lado para charlar un rato. Ella está trabajando como profesora de yoga en Bali. Aprovecha sus días libres para venir a visitar a su novio, nativo de Nusa Lembongan. Él es el cantante del grupo, tiene una cara muy simpática y el pelo muy negro y largo. La música me impide escuchar bien a Donna y a Erica, así que me inclino por seguir el ritmo y cantar todas las canciones.

De repente, tras un fuerte aplauso, el grupo me pide que salga a cantar algo.

-Do you know something in Spanish?-les pregunto, esperando que sepan algo que no me haga quedar en ridículo-
-Mmmm…La Bamba!?!-contestan los tres a la vez, con mucho entusiasmo-

Y ahí estoy, subida al escenario, cantando y bailando La Bamba. Erica y Donna parecen alucinar con la situación, luego aplauden y felicitan que haya tenido valor para aceptar la invitación.

Al día siguiente, Erica se despierta temprano para ir a ver las mantas raya, una excursión que yo no quise contratar. Yo intento seguir durmiendo, lo cual resulta imposible. Abro los ojos y veo el mar a través de la cristalera de la terraza. Por un momento, pienso en algo que dijo mi padre: “Tracta de no allotjar-te a primera línea del mar per si un cas…”. Imagino cómo sería ahora mismo que hubiera un tsunami y engullera todo a su paso, a la vez que miro por la cristalera para comprobar el estado del mar. Es terrible tan solo pensar cómo la naturaleza hace que algo tan drástico pueda ocurrir sin esperarlo. A pesar de ello, desayuno frente al mar, disfrutando de las vistas y el sonido que éste emite.

Cojo un mapa de la isla y me dispongo a recorrerla en moto. Es curioso, pero nada más subirme a ella, siento que nada malo va a suceder, ya que estoy muy segura de mí misma y de querer vencer este miedo. Me dirijo a Mangrove Forest, hacia el noreste. Conduzco tranquila, ya que el pavimento no está en muy buenas condiciones. Al llegar allí, compruebo que mangrove debe significar manglar, cosa que ni había parado a pensar, pero al ver el paisaje, imagino que así es.

Se ofrece un recorrido en barca por los manglares, aunque yo decido ir por libre a explorar, sin profundizar demasiado. Todos los árboles que nacen en el mar son iguales, con las raíces hacia afuera, como si de unas gigantescas patas de araña se tratara. Más arriba se alza el tronco y luego la copa, de grandes dimensiones y muy poblada de hojas verdes.

Continúo sumergiéndome en el agua, ya con mis gafas de snorkle, nadando hacia mar abierto para llegar al arrecife de coral. Encuentro alguna nueva especie de pez y el fondo es realmente bonito, aunque decido volver en seguida, ya que la corriente me arrastra hacia dentro y no quiero agotar todas mis fuerzas en el intento. Nadar hacia la orilla se hace muy costoso, aunque trato de ir parando en las zonas donde hago pie para respirar hondo y reponerme. Finalmente, llego agotada y después de tomar algunas fotografías, subo otra vez a la moto.

Esta vez voy hacia el noroeste, donde hay playas más tranquilas para descansar un buen rato y comer algo cuando apetezca. Nada más pisar la playa, busco la sombra de una palmera para echar el pareo y tumbarme.

Tras una pequeña siesta y un baño, imagino que Erica estará al llegar de su excursión, así que no tardo en volver al bungalow para reencontrarme con ella. Hemos decidido compartir los gastos de la moto y del alojamiento, lo cual supone una ventaja económica, pero también una desventaja en cuanto a la libertad.

El recepcionista me informa de que Erica ha venido y se ha vuelto a ir con un grupo de personas para comer con ellos. Así que como en un warung cercano  y hago tiempo para volver más tarde, para ver si ella ya ha regresado. Siento que estoy perdiendo el tiempo, ya que ella no está y yo también tengo ganas de hacer cosas. Entonces le escribo una nota explicando mi situación y pidiendo disculpas por tomar la moto como mía únicamente; la poso encima de su almohada y me voy.

Subo las montañas para luego bajarlas por el lado sur de la isla, hasta llegar a un puente colgante de madera que cruza hacia Nusa Ceningan, una islita todavía más pequeña. Resulta muy emocionante pasar en moto por el puente, ya que las maderas tiemblan y emiten un chasquido entre ellas, que se hace más fuerte y rápido contra más velocidad llevas.

Las carreteras están todavía en peores condiciones que en Nusa Lembongan, pero todo es maravilloso e invita a ir despacio para contemplarlo con detenimiento. Veo pescadores recogiendo sus redes del mar, señoras extendiendo el arroz en grandes mallas para que seque, niños jugando y saludándome con mucha ilusión y una gran sonrisa, vacas sueltas comiendo hierba por todas partes, personas que venden cualquier cosa encima de unas tablas en medio de la nada, incluso un grupo de hombres rociando a un cerdo recién sacrificado con alcohol y quemándole el pelo.

Llego a Secret Beach, una playa en la cual estoy completamente sola. Pensé que al llamarse así, estaría precisamente llena de curiosos visitantes, pero afortunadamente me equivoqué. El mar está muy bravo y sólo paseo por la arena, sacando fotografías del paisaje completamente virgen y salvaje. Seguidamente, tomo rumbo hacia Blue Lagoon, a pocos minutos en moto. En la entrada hay un niño que cobra por retirar un tronco que impide que las motos puedan pasar. Luego vuelve a ponerlo en su sitio y espera a que llegue otro visitante.

Blue Lagoon es una especie de bahía donde el agua combina varias tonalidades de azul debajo de un bonito acantilado. Hay un punto a trece metros sobre el mar destinado al salto de los más atrevidos, aunque advierten que hoy no es un buen día para tirarse ya que el oleaje podría causar grandes lesiones.

Una chica trabaja allí sirviendo bebidas en una terraza, junto al punto de salto. Hablo con ella durante mucho rato sobre cuál debería ser mi próximo destino en Indonesia, teniendo en cuenta el bajo presupuesto, los desplazamientos y las peculiaridades de cada isla. Finalmente, decido que mañana por la mañana emprenderé rumbo a Lombok, porque al parecer, aquí ya lo he visto casi todo.

En el mismo instante en que me pongo el casco y subo a la moto para irme, aparecen Erica y Donna. Primero nos sorprendemos por la gran casualidad de habernos encontrado aquí, aunque luego pensamos que era más probable encontrarnos que no encontrarnos, debido a las dimensiones de estas dos islas. Erica dice que ha leído la nota y que se alegra de que haya cogido la moto sin esperarla más, cosa que me alivia y me hace recobrar la sensación de libertad. Nos separamos otra vez, ya que ellas quieren ver el atardecer allí y yo quiero evitar conducir de noche a la vuelta.

Desde el puente de madera, de vuelta a Nusa Lembongan antes de que oscurezca

De camino al bungalow, miro en el mapa un lugar cercano para poder ver cómo se esconde el sol en el mar. Me dirijo hacia allí rápidamente pero acabo perdida, pasando por las mismas calles una y otra vez. Entonces, por el rabillo del ojo me parece ver a Alejandra, la argentina que conocí en Jogjakarta, en otra moto, con un chico más joven que ella.

-Ale!!! Aleeee!!!-grito en medio del camino, dirigiéndome a Alejandra-
-Pero Silvia…qué bueno, ché!!y qué bueno verte en moto, boluda!!-contesta, con mucha alegría al verme-

Sólo nos da tiempo a cruzar unas cuantas palabras, nos decimos la localización de nuestros alojamientos y esperamos volver a encontrarnos, aunque no fijamos ninguna hora ni lugar concreto. Esto sí es una casualidad. Así que vuelvo hacia el bungalow, sin haber encontrado el lugar para ver la puesta de sol, pero habiendo encontrado a Alejandra.

Intento recordar una cita que mi amiga Estrella me escribió una vez en un mensaje. Por más que pienso no doy con ella, aunque recuerdo que relacionaba lo casual con lo causal de nuestro día a día. Planteo el significado de esa cita una y otra vez, encontrándole demasiados puntos de vista; tantos, que termino por decirme en voz alta: “Silvia, vale ya, que te vas a volver loca de tanto pensar”.

Una ducha me deja completamente relajada, sin ganas de salir para nada más. De pronto aparece Erica y hace exactamente lo mismo que yo, así que terminamos las dos encima de la cama, hablando de nuestras vidas y comiendo almendras que ella trajo en una bolsa desde América. La conversación es tan interesante y nos mantiene tan entretenidas, que las dos terminamos hasta dándonos las gracias por ésta.

Recuerdo que mi amiga Maite, al volver de Argentina me contó lo espectacular que había sido poder conocer a alguien en un momento preciso y exprimirlo al máximo, ya que posiblemente fuera el único que tuvieras junto a ese individuo. Ahora que tengo la oportunidad de comprobarlo y disfrutarlo en persona, puedo decir que es una experiencia inolvidable.

Amanece un día más, hoy es cuando tenía pensado coger un barco hacia Lombok. Me levanto temprano y voy directa a las taquillas del puerto. Wayan, el hombre que nos acompañó el primer día, me persigue para llevarme a comprar el ticket donde a él le interesa, pero después de frenarle unas cuantas veces, consigo ir por mi cuenta a investigar qué es lo que más me conviene.

Casi todo está cerrado, ya que hoy es el día de la gran ceremonia. El ferry que más me interesaba ya ha salido hace treinta minutos y no hay otro hasta mañana. Erica se va hoy a las tres de la tarde y el bungalow para mí sola es muy caro. Tal vez pueda buscar algún alojamiento más económico y esperar hasta mañana, lo cual me permitiría pasar la mañana con Erica y asistir a la gran fiesta que por la tarde se va a celebrar alrededor del templo.

Encuentro una habitación horrible con un baño terrorífico a un precio muy económico. Pienso que por una noche podré soportarlo, así que dejo mi equipaje en la habitación y salgo en busca de Erica.

Ella se alegra mucho al verme y saber que compartiremos esta última mañana juntas, yo estoy muy contenta por haberla encontrado todavía en el bungalow, ya que creía que habría salido. Antes de nada, le invito a dejar sus maletas en mi nueva habitación y, mientras nos dirigimos hacia allí, encuentro a Alejandra desayunando con Josh, su nuevo amigo australiano. Paramos un rato a charlar con ellos, que también se van a las tres de la tarde y disponen de una moto para sus últimos recorridos. Finalmente, todos dejan sus equipajes en mi horripilante habitación, ya que les queda justo al lado de donde deben tomar el barco.

Marchamos los cuatro juntos. Parece que Josh y Erica han conectado muy bien, mientras Alejandra y yo seguimos encantadas por habernos encontrado. Nos dirigimos otra vez a Nusa Ceningan, puesto que Alejandra y Josh no la han visitado todavía. Por el camino, Erica me dice que este chico le gusta mucho y la verdad es que a mí me parece que a él también le ha gustado ella.

De repente, esta situación me hace recordar mi primer beso cuando tenía ocho años, en el patio del colegio. Yo estaba sentada en una esquina leyendo un cuento, Babar. Era un libro muy grande, por lo que tapaba toda mi cara. Un niño de la clase asomó su cabeza por detrás del cuento y dijo que si quería a Xavi, porque al parecer Xavi me quería a mí. Lo primero que me pasó por la cabeza fue decir que sí, aunque no lo conociera apenas. Al rato, el niño volvió con Xavi de la mano, como si éste viniera obligado. El niño sentó a Xavi a mi lado, alejándose con una risa nerviosa. Los dos sabíamos lo que se iba a acontecer, ya que últimamente era usual crear parejas de novios después de haberles forzado a darse un pico. Así que llegó mi momento, en el cuál él cogió un extremo del libro y yo el otro y nuestros labios se rozaron durante algo menos de un segundo. A partir de ahí, quedamos declarados como novios, aunque nunca jamás volviéramos siquiera a cruzar una palabra. Tal estupidez nos otorgaba importancia, orgullo y adrenalina. Hoy, me siento en el papel del otro niño, como si tuviera que forzar a Josh y a Erica a que se besaran.

Paramos en un restaurante con una piscina con vistas al mar. Todos tenemos hambre y mucho calor, así que pedimos comida y nos lanzamos al agua. Tanto la situación entre nosotros como el entorno que se nos presenta es perfecto para pasar un feliz último día aquí. Después de nadar, jugar con los hinchables, tomar el sol, la sombra, hablar, comer y pagar; propongo enseñarles Secret Beach,  por si hoy hay menos oleaje y podemos bañarnos.

Mientras Alejandra descansa bajo una palmera y yo me divierto con las olas, los otros dos tiran mar adentro cogidos de la mano. En seguida salgo del agua para comentar la jugada con la argentina, la cual también está pendiente del culebrón de la mañana. Y ahora sí que me recuerdo por completo al niño que acompañaba a Xavi, transportada totalmente a mis ocho años. La verdad es que vale la pena sentirse así de vez en cuando, ya que aporta simplicidad y chispa a la vida.

Se hace tarde, debemos regresar a devolver las motos y a que ellos tres tomen su ferry. Erica me explica que Josh le dio un beso en el agua y que es una pena que se tengan que separar. Yo estoy feliz por ella, ya que una vez más, la magia de la naturaleza y sus creaciones ha actuado de manera espontánea y fructífera. Y con este bonito final, despido a los tres con mucha alegría de haber compartido la mañana juntos.

Pasan unas horas de paseos sin rumbo por la playa, dejando que la arena mojada se filtre entre mis dedos de los pies, hundiéndose estos a cada paso y dejando una tira de huellas que se van borrando con la llegada de las olas. Todo es igual, pienso. Empieza pisando fuerte, llega al fondo, se termina y se olvida. Un vaivén de preguntas y respuestas se recrean por mis adentros, concluyendo con que hay que aprender a aceptar el camino como se nos presenta y dejar que fluya,  ya que todo y todos tenemos nuestros propios procesos por naturaleza.

Una especie de paso de semana santa a estilo hindú está en la calle principal. Me acerco a echar un vistazo y un vigilante de seguridad me comenta que a las seis se celebrará la gran ceremonia. Si quiero asistir, debo llevar un vestuario especial que consta de una tela enrollada de la cintura a los pies con un trapo atado como cinturón.

En frente de donde he alquilado la habitación, vive una gran familia de varios hombres, mujeres y niños. Antes los encontré sentados en su patio y todos me saludaron muy amablemente, así que me dispongo a pedirles ayuda para poder ir a la fiesta. Tres mujeres escogen una tela específica para mí, de entre un montón de ellas que hay en un armario. Luego, entre las tres me mueven los brazos hacia arriba, me suben la camiseta, me colocan una tela de color lila girando a mi alrededor y me atan un pañuelo naranja a la cintura.

Lista para el evento, no quiero ni mirarme en un espejo para saber qué pinta tengo. Mis pasos son cortitos, me han ajustado tanto la tela que camino como un pingüino. A pesar de ello, llego a la hora prevista a la plaza del templo, donde se encuentran todos los ciudadanos y algunos turistas ya esperando. Entre todos ellos, encuentro a Donna y a su novio, los cuales me invitan a compartir la ceremonia a su lado.

Todo comienza sentándonos en el suelo por orden de un hombre con una túnica y un gorro blanco. Debemos encender una barrita de incienso y colocarla ante nosotros. Luego tomamos unos pétalos de flores y los llevamos entre las palmas de las manos cerradas, hacia la frente. Esto se repite unas cuantas veces. Entonces los pétalos se colocan detrás de las orejas o en el pelo. Más tarde nos rocían a todos con agua bendita, primero la cabeza y luego la mano derecha hasta tres veces; con la cual debemos llevarnos el agua a la boca. Finalmente, colocamos unos granos de arroz pegados a nuestra frente, otros al cuello y por detrás de las orejas. El último es para masticarlo y así termina la primera parte de la ceremonia.

No entiendo absolutamente nada, pero me dejo llevar. Donna me da las instrucciones y yo las sigo. Le pregunto si ella cree en todo esto y dice que sí, aunque luego me intereso por conocer la religión hindú y no sabe responder a nada. Pienso que ha querido hacerse la interesante por haber tomado el papel de instructora anteriormente, así que paro de ponerla en un apuro y dejo que viva su mentira ella sola.

Pronto empiezan a tocar los músicos y salen del templo diferentes personajes que simbolizan a dioses. Todos ellos siguen una especie de baile teatralizado con diferentes escenas interpretativas. Es interesante intentar comprender qué es lo que se quiere dar a entender en estas escenas, aunque parece que cada persona lo interpreta a su manera. Observando al público, encuentro caras de alegría y diversión, de sorpresa, de miedo e incluso poco a poco hay mujeres que parecen ser poseídas y deben ser rescatadas entre varios hombres para llevarlas dentro del templo.



Al principio pienso que todo esto forma parte del show, aunque me parece bastante fuerte. Terminada la ceremonia, voy a devolver mi atuendo a la familia y allí me explican que esas mujeres son las elegidas por los dioses para manifestarse. Ellos lo ven como algo muy normal y de hecho creen que es muy bueno ser el elegido, ya que significa que tienes un dios que te quiere.

Paseando por las calles de Nusa Lembongan y en busca de un sitio para cenar, me despido de esta isla que me ha brindado magníficos momentos. De momento, finaliza el hinduismo para mí cuando llegue a Lombok, donde la mayor parte de la población vuelve a ser musulmana. 

jueves, 25 de diciembre de 2014

14.querida soledad...

Llego a Ubud como una señorita, ya que por primera vez, dispongo de chófer de puerta a puerta. Durante el camino hace un sol espléndido, pero nada más llegar al hotel se echa a llover con ganas. "Bueno, mientras cesa, me instalo y como algo", pienso. Parece que soy la única huésped, además el lugar está tan alejado del centro, en medio de la selva, que no se escuchan más que un montón de sonidos de diferentes insectos y anfibios. Tenía pensado bajar al centro esta tarde, aunque no me apetece nada mojarme. De momento pido unos fideos, que hace días que no los pruebo y me gusta mucho como los hacen en todas partes, siempre de una manera distinta, pero muy ricos. 

La tormenta sigue, cada vez parece que va a más. Cambio de estrategia y aprovecho para pegarme un buen baño en la piscina, bajo la lluvia. Luego me ducho con el agua más caliente que puedo y pongo una película en la sala de estar, cerca de mi habitación. Siempre me ha parecido muy reconfortante ver una película mientras llueve; imagino que debe ser porque no me gusta perder el tiempo delante de la televisión, aunque si está justificado, lo disfruto. Pregunto si tienen palomitas, sin demasiada esperanza de que así sea; pero la suerte hoy está de mi lado y consigo el ideal de tarde lluviosa. 

El hotel se compone de varios edificios de estilo asiático, parecidos a pequeños templos. Todo es muy amplio, menos la habitación. En ella tan solo cabe una gran cama de matrimonio, la cual luce un edredón rosa con una princesa dibujada y está rodeada por una mosquitera gigante. 

Sólo cuando decido acostarme, empiezo a darme cuenta de lo poco que encaja esta estética ante las siguientes condiciones. En el techo, de madera, se oyen ruidos. Alzo la vista, para mi sorpresa, hay rendijas entre las tablas por donde asoman colas de rata. Las paredes están muy sucias y la ventana está prácticamente tapiada. Antes de dormir, mato una cucaracha que entra por debajo de la puerta sin permiso. En la vida hubiera pasado por mi cabeza dormir en un lugar así, ni poder soportar el estar rodeada de suciedad o de animales o insectos que nunca me han agradado. Ahora, puedo decir con mucho orgullo, que soy capaz de ello e incluso me reto a que cada día pueda perder un poco más el sentido del asco y ganar el de la libertad. Porque es cierto que sólo puedo seguir viajando si logro adaptarme a todas estas adversidades. 

A la mañana siguiente, el sol está presente y los pájaros cantan. Desayuno con tranquilidad, escuchando con detenimiento las distintas melodías que la fauna tropical me brinda. Aparece el mismo hombre que ayer me trajo hasta aquí. Pregunta si quiero ir a Ubud y a qué hora. Fácilmente, le respondo que sí, a las nueve. Sin prisa alguna, termino el arroz, el plátano, la tempura de verduras y el zumo de mango. 

De camino hacia allí, un malentendido al comunicarnos hace que el hombre me deje a unos cuantos kilómetros del centro del pueblo. Sin saberlo, empiezo a andar en la dirección que creo correcta. Poco después, en mi cabeza surge la duda de si voy en la dirección equivocada. Paro a preguntar a varias personas, aunque no muchas entienden lo que quiero decir y otras simplemente no saben hacia donde mandarme. 

Por lo menos paso una hora andando, sin un rumbo claro. Aunque sé el camino de vuelta y también sé que a las seis de la tarde estará el hombre allí para recogerme. Me distraigo con cualquier cosa, paro a saludar a la gente, a hacer fotografías, tomo caminos alternativos, entro a los templos que hay al paso. De repente, una mujer que va en moto para delante de mí, se gira y pregunta si puede llevarme a algún sitio. Wayan, que así se llama la mujer, trabaja en una tienda de ropa del mercado central de Ubud y se dirige hacia allí. Sin pensarlo, subo a la moto.

Creo que es demasiada casualidad que abunde tanto este nombre, además a modo unisex. Es por eso que en mi cabeza se empieza a montar una teoría que relaciona el nombre con la edad entre los hermanos. En diversas ocasiones, otras personas se han presentado añadiendo el número de hermanos que tienen y la posición que ocupan entre ellos. Es un tema en el cual debo indagar, pero ahora voy demasiado centrada en el camino. 

Llegamos al centro del pueblo y no dejo de pensar en las horas que hubiera pasado andando si no fuera por Wayan, ya que estaba bastante lejos. Al despedirme de ella, me invita a volver en su moto sobre las seis de la tarde, cuando sale de trabajar. Encantada por su oferta, le respondo que iré en su búsqueda antes de esa hora. 

Ahora sí, con el mapa en la mano, me dirijo hacia el "Monkey Forest", una de las principales atracciones de Ubud. Se trata, como bien dice el nombre, de un bosque donde hay monos. Allí viven en libertad, aunque no dejan de suponer un recurso turístico que conlleva unas instalaciones poco comunes en su hábitat natural. 

Nada más entrar, empiezo a ver macacos mire donde mire. No esperaba tal recibimiento, pero resulta muy gracioso. Esta vez me dejo llevar, sin reparar en que estoy formando parte de esta masa de gente con el mismo objetivo. Saco fotografías, hago vídeos y paso varias horas paseando y observando el comportamiento de estos animales tan divertidos. Los más pequeños se cuelgan de la parte delantera de sus madres, incluso con éstas a gran velocidad o altura. Imagino la adrenalina que deben sentir desde bebés y entonces comprendo el comportamiento bipolar de los adultos. Tan pronto descansan como saltan, juegan dulcemente como sacan los dientes, caminan despacio como se echan a correr. 

Madre e hijo en Monkey Forest

Después de tres horas entre primates, voy en búsqueda del mercado donde trabaja Wayan. Ubud está lleno de locales comerciales y turísticos, la mayoría vacíos. Supongo que por estas fechas, la gente ha decidido tirar hacia la costa para pasar las navidades en la playa. La verdad es que el ambiente que hay en la calle principal no me atrae nada, es demasiado occidental. Entro en varias galerías de arte que hay metidas en pequeños templos donde viven los mismos artistas. Un hombre se dedica a tallar los troncos de los árboles, todavía vivos, para darles forma de personajes fantásticos. Hace un gran trabajo, pienso, así que paso un rato observándolo. 

Una vez dentro del mercado, pregunto por Wayan a varios tenderos, ya que son muchos y no logro encontrar su cara. Hago un largo recorrido entre las infinitas paradas de telas, especias, frutas exóticas y diversos souvenirs. Más tarde, me dispongo a salir de allí, sin éxito, decidida a comer en algún lugar cercano. 

-Silvia!! Silvia!!-escucho de pronto, en la lejanía-
-Hey, Wayan!! I was trying to find you!!-le grito, acercándome a ella con mucha alegría-

Charlamos un rato, veo su tienda, compro un pareo muy bonito y quedamos en que la visitaré más tarde para que me lleve al punto de encuentro con el chófer del hotel. Antes de irme, me recomienda un "warung", es decir, un restaurante local para comer. 

Paseando por Ubud, doy con dos chicas argentinas que llevan mucho tiempo viajando por Asia y, a temporadas, trabajan en Australia o Nueva Zelanda. Celeste y Mari Cruz me cuentan sus experiencias con mucho entusiasmo, lo cual provoca en mí mucha ilusión al imaginar que yo también podría hacerlo.  Al mismo tiempo, una sensación de tristeza me invade. Es la soledad, el no poder compartir todo esto con alguien a mi lado. Echo de menos a Tea, me gustaría que ella fuera mi compañera de viaje. Las argentinas me proponen viajar las tres juntas, lo cuál aprecio mucho, pero no creo que sea una buena idea por el momento. 

Tengo ganas de dirigir mi propia experiencia al completo, sin ningún compromiso. Hoy mismo, me apetece cambiar este lugar por uno con playa, donde pueda volver a hacer snorkle o simplemente relajarme mirando al mar. Así que decido tomar toda la información necesaria para viajar mañana hacia una isla cercana, Nusa Lembongan. Después de regatear precios, apalabro una plaza para salir mañana a las nueve de la mañana. 

Vuelvo hacia el mercado, donde todos los tenderos están recogiendo para cerrar. Wayan me explica que debe prepararse para la ceremonia de esta noche y me invita a su casa para celebrarla con ella y su familia. Yo estoy encantada, aunque dudo que pueda ir, ya que el hotel donde me alojo está muy retirado de la zona donde ella vive y no tengo medio de transporte propio. Ella se ofrece a llevarme al terminar la ceremonia, pero no quiero ser una molestia, así que me niego a ello. 

Ya de camino en su moto, empieza la tormenta del día. Al llegar donde el chófer está esperándome, las dos estamos completamente empapadas. Me despido de Wayan con mucho cariño y agradecimiento y subo al coche, intentando mojar lo menos posible. 

Vuelvo a encontrarme en esta especie de templo solitario y encantado. "Sólo una noche más y ya te vas, Silvia", me digo en voz alta. Ahora pienso en cuántas veces he alucinado con la gente que dice hablar consigo mismo en voz alta. Nunca hasta ahora había sentido la necesidad de hacerlo, así que supongo que corresponde a un hecho ligado a la soledad. 

Tras una larga ducha de agua ardiente, me acomodo en la habitación, cubriendo los cuatro costados de la cama con la mosquitera, por tal que no entre ningún insecto en mi espacio. Pongo la alarma a las seis y media de la mañana. Debo estar lista a las siete para hacer una videollamada con mi padre, mi abuela y mis tíos y primos; los cuales cenan todos juntos en casa de mi padre por nochebuena. 

Muchos pensamientos acerca del futuro, la soledad y el amor intentan alterar mi estado de ánimo. Para luchar contra ello, respiro profundamente e intento desviar la atención hacia estas respiraciones, con la mente en blanco. Siento mucho cansancio y al fin, dejo que la calma y el sueño se apoderen de mí. 

martes, 23 de diciembre de 2014

13.caballeros y tortugas

Alargo mi estancia en Candidasa unas noches más. Aquí se goza de mucha tranquilidad, no se parece a ningún otro sitio en los que he estado hasta ahora en Indonesia. Aprovecho para relajarme, meditar, descansar, coger fuerza, disfrutar de la paz y de los parajes naturales. 

Los días comienzan pronto, con desayunos copiosos hacia las ocho de la mañana. La cocinera prepara algún arroz o fideo con verduras y pollo, algún caldo, también hay tostadas, cereales o fruta. Tomo asiento en la terraza con vistas al mar, todavía con la mente algo dormida. Mastico y saboreo, a veces compartiendo una simple conversación con alguno de los huéspedes. 

Bajo unas escaleras directas al mar, practico snorkle y observo durante largas horas los cientos de algas, corales y peces distintos que hay. Es alucinante cómo la naturaleza logra crear formas tan extrañas, dibujos tan perfectos, colores tan brillantes. "Aquí vuelve a haber magia", pienso, mientras me propulso lentamente con brazos y piernas, sin parar de descubrir cosas nuevas. 


Escalera del hotel al mar

Voy al centro del pueblo, en un taxi que el albergue pone de manera gratuita o andando. Allí la playa es de arena, negra, pero de arena. Un camino de rocas divide la playa en dos partes. Lo sigo, hasta el rompeolas, donde hay instaladas una especie de porches asiáticos, uno a cada lado. Allí quedan los grupos de amigos o las parejas para ir a charlar un rato. Yo me distraigo viendo pasar los cangrejos de roca en roca. Son grandes, también negros. Según poso un pie, todos los que están a un par de metros desaparecen de mi vista. Hablo con los lugareños sobre dónde puedo encontrar una playa de arena blanca, con el agua clara y mucha vida marina. 

Un taxista me ofrece ida y vuelta a la mejor playa de Candidasa, Perasi. Después de regatear, consigo un buen precio y acepto. Subida en su moto, ascendemos por pronunciadas curvas toda una montaña, luego la bajamos y seguimos por la carretera hasta meternos en un desvío hacia una aldea. Animales, niños, adultos, ancianos; todos comparten un gran patio de arena para pasar el rato. Yo los miro sonriente, contenta de encontrar esta playa y a sus auténticos aldeanos. 

El contraste entre la negra roca de las montañas, la frondosa vegetación, la arena blanca y el agua turquesa, recrean un paraje idílico. Extiendo la toalla delicadamente sobre un lugar alejado de los varios "warungs", o chiringuitos, que hay instalados. Me siento en ella, respiro hondo mirando al mar y pienso "no podía ser más perfecto". Cojo mis gafas y me dirijo al agua, totalmente convencida de que ésta va a ser la mejor experiencia submarina que he tenido nunca.


Playa de Perasi, cerca de Candidasa

Wayan es un hombre que se gana la vida ofreciendo varios servicios a los turistas. Quiere llevarme con su barca a una isla cercana para ver tortugas. El precio es algo elevado, así que decido nadar a mi aire por los alrededores. Sumerjo mi cuerpo una y otra vez para coger estrellas de mar o caracolas y poder observarlas desde bien cerca. Wayan aparece a mi lado, a él también le encanta el mar y los dos vamos señalando todo aquello que nos parece interesante o precioso.

Al salir del agua, Wayan y otros hombres se preparan para embarcar hacia la pequeña isla. Me invitan a ir con ellos gratuitamente, dicen que no tardaremos más de dos horas; así que no me lo pienso dos veces, me levanto y cojo mi mochila rápidamente. La excursión hacia allí es maravillosa; mientras contemplo la costa sureste de Bali me dan a probar el vino de arroz y escuchamos música indonesia. Pronto me encuentro nadando entre bonitas y tímidas tortugas, algo realmente inolvidable. 

Ya de vuelta a Perasi, debo despedirme; ya que el hombre que me trajo a la playa está de vuelta para devolverme al albergue. Wayan quiere que vayamos esta noche a un local donde hay música en directo, en el centro de Candidasa. No dudo en aceptar su propuesta, así que cojo su tarjeta y prometo llamarle sobre las siete. 

No entiendo por qué nunca me había gustado el sabor del mango. Es la fruta más deliciosa que he probado aquí, así que quizá se deba a un cambio en mis papilas gustativas, o simplemente los mangos indonesios sean más ricos que los que compra mi madre en la frutería de mi pueblo. El caso es que regreso al albergue y me encuentro otra vez frente al mar, esta vez sobre una cama balinesa, descansando y saboreando unos deliciosos mangos

Mi compañera de habitación, Miriam, es una chica suiza de tan sólo veinte años. A pesar de ello, mantenemos buenas conversaciones en las cuales incluso puede darme consejos que otras personas de mi alrededor jamás darían. Claro que, el modo tan simplificado en el que se explica un problema a un desconocido y la objetividad con la que ese lo valora, conllevan a dar una solución o una conclusión mucho más directa. 

También hay muy buena relación con todo el personal del hotel, a decir verdad. Especialmente con Ania, una de las hijas de los propietarios. Ania tiene nueve años, actualmente no va al colegio porque tiene vacaciones, así que pasa los días en el hotel que más le gusta, ya que sus padres tienen varios esparcidos por el país. Habla siempre de su padre como si fuera su ídolo, en menos de un minuto puede nombrarlo hasta cuatro veces. Ella es muy inocente, tierna, dulce y vulnerable. A veces la miro y quisiera ser ella en ese momento. 

Una tarde, su padre se dirige a mí para saber mi opinión sobre sus hoteles. En Jogjakarta estuve alojada en uno de los suyos, así que contrasto mis dos experiencias y a él le resulta muy útil, o al menos eso dice. Seguidamente, hablamos de mi próximo destino, Ubud, para el cuál también ofrece alojamiento, además de transporte gratuito hasta allí. Le tomo la palabra, puesto que en estos días he relajado tanto la mente que no he sido capaz ni de seguir organizando lo que al viaje concierne.

Voy hacia el centro para reunirme con Wayan. Lo llamo y en seguida acude. Viene vestido como si tuviera una cita con una chica, además, huele muy bien. Entonces entiendo que la chica soy yo y rápidamente activo el modo contraataque. 

-Do you want to go to the beach, to see the stars...?-dice Wayan-
-Not really... I prefer to go to the bar and have something to drink before the music starts!-contesto firmemente, sin lugar a nada más que objetar-

Así que caminamos hacia el bar, donde todas las mesas están llenas de gente cenando. Pedimos una cerveza y nos sentamos justo al lado del escenario. Empezamos a hablar sobre diversos temas, aunque él no habla ni entiende mucho inglés. Mejor ocasión para sacar el diccionario y practicar indonesio. Aprendo mucho, aunque no sé si mañana voy a recordarlo todo. Poco a poco noto que voy defendiéndome más y eso me hace sentir muy bien. 

Wayan roza mi espalda, lo cual no me hace sentir nada cómoda. De manera que, para no alargar más esta situación, le explico que mi intención al quedar con él no era la misma que la suya, por lo visto. Pido que hablemos como hasta el momento habíamos hecho, sin ningún acercamiento. Y para mi sorpresa, Wayan entiende perfectamente mi postura y se comporta como un amigo durante el resto de la velada. Los dos cantamos, aplaudimos, pedimos temas de nuestros cantantes favoritos y seguimos tomando cervezas. Finalmente, el taxi del hotel viene a buscarme y se termina mi última escapada por Candidasa. 

sábado, 20 de diciembre de 2014

12.como dinero en el suelo

Cinco y media de la mañana. No puedo sostener mis párpados abiertos, pero necesito levantarme para ir a ver a los delfines. Me estiro en la cama maloliente, todavía con el ventilador encendido, ya que ayer encontré el método para que no se posaran mosquitos sobre mi piel y he dormido toda la noche con el chorro de aire encima.

De golpe, me levanto sin pensarlo más. Organizo las mochilas para dejarlo todo preparado y bajo a preguntar a qué hora salimos. "In five minutes" es la respuesta, me da tiempo de ir al baño. No me había dado cuenta de que no hay espejo, por tanto, no puedo saber cómo llevo el pelo. Vuelvo a la habitación para poder verme, pero tampoco hay ninguno allí. Finalmente me digo "¿qué más da el pelo? si voy a ver delfines...".

Un hombre me acompaña hacia el punto de partida de la barca. Otras seis personas esperan, listas para realizar la misma actividad. No soy muy partidaria de pertenecer a un grupo dirigido, así que intento centrar toda mi atención en mi ilusión por ver delfines en libertad, no en los pasos a seguir. Mientras algunos de ellos hablan, yo pienso en que quizá debería proponerme otro reto personal acerca de este tema, porque el modo de actuar en rebaño siempre hace que me sienta a disgusto, como si careciera de personalidad o de estilo propio. Me debato conmigo misma sobre si merece la pena intentar formar parte de los rebaños felices, o si es mejor no acercarme a ellos. 

Entonces subimos a la barca, que es estrecha y alargada. Ésta lleva sujeto un tronco a cada lado para darle equilibrio. Todo está construido a mano, con cuerda y con piezas talladas de madera que encajan entre ellas. Mientras avanzamos mar adentro, me evado imaginando paso a paso el proceso de su elaboración, contemplando el bonito amanecer.

Surcando las olas a las seis de la mañana

De repente paramos en medio del mar, junto a decenas de barcas del mismo estilo cargadas de gente con la cámara en la mano. Entonces concluyo con mi dilema anterior, ya que entiendo que sería muy estúpido pretender que nadie más pudiera viajar y querer ver la singularidad de cada lugar. Así que me planteo aceptar unirme a los grupos y poder disfrutar de los lugares más visitados, ya que a menudo son los más bonitos. 

Al cabo de pocos minutos, varias aletas emergen del agua, todas a la vez, en un movimiento semicircular. Dan ganas de tirarse al agua y nadar con estos mamíferos, aunque correría peligro, ya que todas las barcas están en continua persecución de las mejores vistas y sería como quedarse en medio de una pista de autos de choque. 

Tras varias oportunidades para verlos, volvemos de camino a la orilla y se termina el espectáculo. En los rostros de mi grupo se ve reflejada la decepción, incluso algunos de ellos comentan lo rápido que ha sido y que realmente esperaban algo más. Yo me abstengo completamente, aunque piense que ha sido muy breve, pero no me importa la duración, lo importante es que los he visto. 

Fijo el siguiente objetivo: llegar a Candidasa antes de que anochezca. Pregunto en el hotel por la manera más barata de ir y, como ya imaginaba, es en furgoneta compartida, o como ellos le llaman, en transporte público. El caricaturado me explica que debo cambiar de furgoneta cuatro veces hasta llegar allí. Anota en un papel las paradas donde debo hacer los cambios y qué precio debo conseguir por cada trayecto. También me comenta que si espero un poquito, puedo ir hasta la primera parada junto con la familia española, que van de excursión con un chófer. Me parece genial, ya que así además me despido de ellos.

En la primera furgoneta voy casi todo el corto trayecto sola. En la segunda, voy acompañada de mucha gente la mayor parte del rato, pero cada uno mantiene su espacio vital. Las vistas, tanto de la costa como de las terrazas de cultivos de arroz, son preciosas. Son unas dos horas y media, pero bonitas. 

Mi mente se traslada en el espacio y en el tiempo. Tengo una visión de mi futuro en Ibiza, compartido con Tea. Tenemos un albergue con mucho encanto en medio de la montaña, cerca de la playa. Disponemos de un pequeño huerto, una furgoneta y bicicletas para los huéspedes. Tea se dedica al cultivo y también a la mejora de las instalaciones y la decoración del establecimiento. Yo preparo las habitaciones, me encargo de la cocina y del confort y las visitas guiadas para los clientes. Por un momento lo siento tan real que me encanta. Luego me digo, "Silvia, precisamente has venido hasta aquí para emprender un proyecto en este país". Seguidamente, recapacito, "¿qué más da el lugar ni cuándo suceda? debo dejar fluir mis sentidos para vivir la vida que quiero". Luego simplemente pestañeo rápido y pienso que estoy un poco loca, pero me gusta. 

La tercera furgoneta es surrealista. Somos el triple de pasajeros que en ella caben. Los niños van subidos de pie en las rodillas de los adultos, de par en par. Tres personas se sujetan como pueden para no caer por la puerta abierta. El niño de mi izquierda, come mandarina y escupe las pepitas en mi camiseta. Llevo la mochila pequeña en mis pies y la grande encima de mí. Esta última hora de viaje se me hace simplemente increíble. 

Por fin estiro las piernas. Tras un instante disfrutando de la descompresión, me planteo por dónde debo seguir. Tengo la dirección del albergue donde quiero instalarme, también las indicaciones para encontrarlo desde el pueblo, pero nada coincide con lo que ven mis ojos. Pregunto a un chico, que casualmente, es taxista. Después de discutir sobre la lejanía real del albergue y sobre el precio que estoy dispuesta a pagar por que me lleve, acepto ir con él.

Una vez se marcha, recorro un camino de tierra entre la zona selvática, con vacas y gallinas a ambos lados. De repente, doy con una entrada a un hotel y decido entrar a preguntar por el albergue. El jardín está muy bien cuidado, hay una piscina, varios bancos de madera hechos a mano, camas de estilo balinés frente al mar y unas escaleras de bajada al agua. "Ojalá el sitio que ando buscando fuera éste", pienso. Sigo el camino de piedras hasta la recepción, cruzando una zona chill-out con sofás y mesitas bajas. 

-Excuse me! could you tell me where is Backpackers Candidasa?-pregunto a una chica joven uniformada-
-Yes, here. -contesta la chica, con un tono agradable-
-Really? I thought it was Crystal Beach Hotel!-le comento, ya que en las indicaciones ponía que este hotel se encontraba al lado-

Siento una gran alegría, parecida a cuando uno se encuentra dinero en el suelo. "Estoy en el paraíso", me repito por dentro una y otra vez mientras hago el check-in. 

Luego sigo a la chica hasta mi habitación compartida, aunque me comenta que no hay nadie más de momento. Sigo alegrándome por todo, sintiéndome completamente feliz de haber llegado hasta este lugar. La cama es enorme, con un colchón muy gordo en el que espero dormir fenomenal. 

Dejo las mochilas allí y, después de recorrer todas las áreas, pido un plato de comida a la cocinera, que es la madre de la recepcionista. Ella me muestra un menú, yo le digo que me prepare lo que mejor le salga y que lo haga grande porque tengo mucha hambre. La cocinera se queda pensando, sorprendida. Entonces, entra en su cocina y yo me quedo riéndome por dentro, porque me he recordado a mi padre totalmente. Él es el típico que cuando tiene algo muy claro, no duda en pedirlo tal como lo siente, para mejor y más rápido entendimiento entre las partes. A menudo, mi hermana y yo nos reímos de cómo se comunica, porque él parece no darse cuenta de la brusquedad que supone hablar con tanta claridad.

Hablo con un chico canadiense y una chica francesa. Ellos son amigos de la infancia, ambos nacieron en Túnez y fueron juntos a la escuela, hasta que sus vidas se separaron a los diez años. Me intereso mucho por su historia, ya que, en mi opinión, es maravillosa. Los tres conectamos mucho, porque compartimos muchos puntos de vista sobre todos los temas que tocamos. 

De repente llega mi plato, que en realidad la mujer lo ha tenido que poner en dos. Ellos me preguntan qué he pedido, yo respondo que no lo sé, pero los tres pensamos que tiene muy buena pinta. Por lo visto, ellos pidieron algo antes y les pareció muy poca cantidad. Una vez más, me siento muy afortunada. Y ésta se la debo a mi padre. 

Tomo la tarde de descanso, pues tanto cambio de alojamientos y paseos arriba y abajo ya han sido suficientes hasta ahora. Siento que merezco relajarme ante este paraíso, estar en paz conmigo misma y dejar que la actividad fluya en el tiempo. Me echo en una cama balinesa, miro y escucho el mar, dejo la mente en blanco y con el rato, veo un precioso atardecer que deja en el cielo un rastro rosa intenso. 

Descanso frente al mar

Luego, pelo unas frutas que me traje de Lovina y me las como en la habitación, mientras veo en la televisión una serie indonesia sobre un chico y una chica, jóvenes, que tienen una especie de relación, pero no se tocan ni se besan, sólo hablan y se miran. Me pregunto si también deben retransmitir series o películas occidentales, en las que se visualizan actos prohibidos en su religión. 

Poco a poco se me van cerrando los ojos. Ha sido un día muy largo, acostumbrada a empezarlo a las diez de la mañana, hoy he vivido casi cinco horas más. De todas formas, no entiendo lo que dicen y la serie está muy mal hecha; aparecen dos chicos que se pelean y utilizan unos efectos especiales que están totalmente desfasados.

viernes, 19 de diciembre de 2014

11.sin playa no hay paraíso

Es temprano. Me despierto por voluntad propia, hace horas que estoy en horizontal y mi cuerpo empieza a resentirse. Por la terraza puedo ver el mar, hace un día soleado. Antes de salir a dar una vuelta, comunico que voy a quedarme una noche más aquí. Por poco que quiera ver de este lugar, como mínimo debería irme esta tarde y, siendo fiel a lo que me propuse, no quiero llegar de noche a mi próximo destino. 

Me pongo el bañador, cojo las gafas y el tubo, la crema solar y la botella de agua. Estoy muy contenta por poder salir, por fin, a explorar la zona. Es cierto que el viaje hacia aquí acabó con mis fuerzas, pero poco a poco me voy reponiendo. 

A pocos metros de la salida encuentro la playa. El panorama es totalmente decepcionante. La arena, negra, se encuentra llena de basura que depositan los vecinos, además de tener a sus cerdos por allí atados en los árboles y a sus gallinas sueltas. Los perros callejeros también forman parte del escenario. Me asomo a la orilla para ver el agua y me encuentro con un fondo lleno de plásticos. Vuelvo hacia el hotel; en realidad no sé si voy a pedir explicaciones, o información sobre Lovina, o a desahogarme con el caricaturado o simplemente a calmarme y pensar en alguna alternativa. 

Playa de Lovina en un día gris

Pregunto si hay algún modo de hacer snorkle por la zona. Me comentan que a cinco kilómetros al oeste puedo encontrar una playa en mejores condiciones, pero que también puedo tomar un barco que me lleve hacia el interior del mar, donde allí el coral todavía sigue vivo. Ninguna de las dos opciones me atrae demasiado, ya que no venía con más intención que lanzarme directamente al agua. 

Vuelvo a la playa para caminar un rato y seguir explorando, a pesar del disgusto. Hacia el este, muchos perros me persiguen ladrando. Tengo miedo de ser atacada y coger la rabia, así que a medida que se van acercando hago un gesto rápido y seco con el brazo, mientras grito "vale!!!!". Llega un momento en que ya no estoy decepcionada, triste ni enojada. Veo la situación desde fuera y hasta creo que es cómica. Al menos, mi amigo Jorge se reiría mucho si me viera ahora mismo, utilizando el grito que él usa para reñir a sus perros. 

Cruzo varios riachuelos, todos repletos de basura. Pronto se termina el camino. En la parte trasera de una casa, una mujer me invita a pasar a su patio. Hablamos sobre el estado de la playa y sus repercusiones. Ella es consciente del problema que esto supone, pero al parecer, los poblados de la montaña no tienen la más mínima conciencia de lo que representa lanzar todo lo que les sobra al río. La mujer me cuenta que, hace tan solo diez años, todavía había coral en esta playa. El plástico ha ido contaminando poco a poco toda la zona y hoy no se puede ver ni un triste pez. También me advierte de que hace unos días un perro mordió a su hijo y tuvieron que correr hacia el hospital, donde se habían terminado las vacunas para la rabia. Explica que en la farmacia salen muy caras, pero que no tuvieron otra opción para poder vacunarlo a tiempo. 

Con un largo suspiro, doy media vuelta, enfrentándome otra vez al drama. Me dirijo hacia la parte oeste, esta vez por el camino anterior a la arena para recortar en daños. Por aquí se encuentran unas humildes viviendas, cada una de ellas con sus respectivas ofrendas en la entrada. Están colocadas en pequeños altares que utilizan los hindúes para rezar tres veces al día. Hablo con un vecino de la zona acerca de las tradiciones del pueblo balinés. Me cuenta que cada familia, cada seis meses mata a un cerdo el día de luna llena, para la ceremonia. La fiesta se basa únicamente en rezar y comer. El hombre me presenta a toda su familia, casa por casa, insistiendo en que acuda a él si necesito cualquier cosa. 

Sigo andando hasta encontrar un río en el que un hombre está defecando. Giro en dirección sur por tal de no molestarle, además de que no me apetece cruzar el río y seguir viendo más de lo mismo. Aparezco en la calle del hotel, por la parte de la carretera. En esta esquina se encuentran tres hombres. Uno de ellos, con largas rastas, pide que me siente a su lado para hablar conmigo. "No tengo nada mejor que hacer", pienso. Así que me siento y pronto se empieza a encaminar la conversación hacia su terreno. Quiere llevarme a conocer lugares a cambio de dinero, obviamente. Poco a poco, le voy haciendo entender mi postura ahorrativa y debatimos sobre muchos temas. Al final, le pregunto por un mercado para ir a comprar algo de fruta y dice que me suba a la moto, que es gratis. Con él, aprendo que debo empezar a negociar más a menudo, aunque requiera un tiempo. En Indonesia abunda la paciencia, así que quien la pierde, paga. 

De vuelta al albergue y con muchas ganas de ingerir vitaminas; me como un mango, una manzana, un trozo de sandía y una fruta que me pareció pera al comprarla, pero sabe muy diferente a ésta. También traigo frutas para otros huéspedes españoles que andaban buscando un mercado por Lovina y no lo encontraron. Ellos son una pareja joven con dos niñas, Ema y Mairu. El padre es vasco y la madre es alemana. Las dos hermanas están muy espabiladas y me cogen de las manos para ir a jugar con ellas. Yo, encantada, cedo a pasar un gran rato con esas niñas tan divertidas. 

Más tarde, Rasta Man, que así es como se hace llamar el hombre de la punta de la calle, me invita a llevarme a un templo y a unas aguas termales. Dice que está aburrido porque no tiene trabajo y que no pone ningún precio a la excursión, que yo elegiré lo que quiera pagar. Sin muchas dudas, acepto la propuesta, ya que las niñas han marchado con sus padres a dar un paseo y todavía son las tres de la tarde. 

Tras media hora de camino, aparecemos en un templo budista en medio de valles selváticos. Rasta Man me coloca una especie de falda que debo llevar puesta para entrar. La localización es muy buena, pero el templo en sí no es nada interesante, bajo mi punto de vista. 

El siguiente recurso turístico al que me lleva son las aguas termales, para las cuales he traído un bañador. Ya una vez dentro del recinto, sólo me atrevo a sacar fotografías, ya que las piscinas habilitadas están llenas de gente y el agua tiene un color marrón grisáceo. Además, los vestuarios y las duchas huelen fatal y no he venido dispuesta a pasarlo mal. De todos modos, la idea de bañarme mientras alguien espera fuera mirándome, no me parecía nada atractiva. 

En breve, damos media vuelta y Rasta Man me pregunta si quiero ir a ver la playa más bonita de Lovina. Mi respuesta es un "sí" rotundo; por supuesto que me apetece comprobar el estado de esta otra playa, ya que quizá me haya equivocado de ubicación al escoger el lugar para dormir. Pronto resuelvo mi incógnita al ver que se trata de la misma contaminación dentro del agua, aunque sin basura ni animales en el exterior. También hay una especie de plaza y un paseo marítimo, mucho más correcto, aunque sólo a simple vista.

Un señor asa mazorcas de maíz a la leña, con mantequilla de cacahuete y con salsa picante, opcional. 

- Hey, Rasta! would you like one of them?-le pregunto al chófer-
- Do you want to try one?-contesta, sonriente-
- Yes, come on! 

Entonces compro dos mazorcas y las comemos sentados, mirando al mar, hablando sobre nuestro presente y nuestras metas. Me parece un tipo muy comprensivo y habilidoso, de los que saben un poco de todo y mucho de nada. Tiene un buen sentido del humor, así que pasamos un buen rato conversando y haciendo bromas. Ya de vuelta al hotel, le pago lo que considero justo y me despido de él.

Antes de darme una ducha, reservo para mañana al amanecer una actividad para ver los delfines de la costa de Lovina. Se me había olvidado por completo que Lluis, el mallorquín de anoche, me aconsejó que no me fuera de allí sin ir a verlos. 

En mi momento de reflexión del día, no sabría cómo calificar todo lo ocurrido con un solo adjetivo. Incluso en un mismo instante, he llegado a sentir emociones opuestas. He sentido tristeza y esperanza al hablar con la vecina de esta mañana acerca de la conciencia medioambiental, también he experimentado reticencia e ilusión al conocer a Rasta Man, e incluso he pasado por la plenitud y el vacío al recapacitar sobre dónde me encontraba y plantearme lo que estaba haciendo aquí. Mientras me aclaro el cuerpo con esa vieja alcachofa, la cual apenas tiene presión; concluyo convenciéndome de que pase lo que pase todo será para bien, ya que voy hacia delante y solamente eso ya es positivo. 

Como casi siempre que doy por zanjado un tema, en mi cabeza, surge otro al cual poder darle vueltas. Voy vistiéndome para bajar a tomar un té, y pienso que antes de lanzarme a venir, solía pensar que me enfrentaría a una soledad amarga y oscura. Por suerte, eso no está ocurriendo. En mis días, me acompañan muchas personas y más bien tengo alguna vez la necesidad de estar sola que la de encontrar un acompañante. 

Ema y Mairu me llevan a bailar hacia un rincón con música y luces de colores. Nos cogemos de las manos y corremos, saltamos, nos tiramos al suelo. De pronto aparece su padre y las dejo con él, ya que también está Rasta Man en la puerta, haciendo un gesto para que vaya. 

Nos sentamos en un bordillo, le pregunto por qué no se va todavía. Dice que tenía ganas de hablar un rato conmigo, ya que mañana pretendo irme pronto. Así que estamos charlando un buen rato, entre otras cosas, sobre las posibilidades de quedarme en Indonesia y sacar algún proyecto adelante. Él me anima, me da ideas e información y se ofrece como mi sponsor si algún día lo necesito. Me interesa mucho conocer y tener en mi círculo a un indonesio con buen inglés y con tan buena energía. Después de intercambiar nuestros números de teléfono, nos despedimos y cada uno toma su camino de vuelta a casa.



jueves, 18 de diciembre de 2014

10.dos por uno en cansancio

Despierto temprano, con mucho calor y algo nerviosa. Hoy tenía pensado dejar Jogjakarta, pero aún no tengo ningún trayecto planeado. Ayer me apetecía partir hacia Bromo, a hacer un trekking de tres horas por la selva hasta llegar a la cima de este volcán en actividad. Hoy mis preferencias han cambiado. Tengo ganas de llegar a algún lugar paradisíaco donde poder pasear por la playa, hacer snorkle y bañarme en el mar bajo la lluvia. 

Después de una ducha y un ligero desayuno, logro verlo todo más claro y aplacar los nervios. Es importante conservar la calma durante el viaje, tanto para la próspera organización de éste como para mi espalda, tal como me aconsejó la osteópata antes de venir a Indonesia. Sigo haciendo los estiramientos a diario, aunque la verdad es que ya apenas me duele ni se me duerme el brazo. Estoy muy contenta por ello, así que centrándome en este aspecto tan positivo, me dispongo a proseguir cargada de energía, hacia donde el corazón me dicte.

Vuelvo a tomar una bici prestada para dirigirme a la estación de trenes. Desde allí, con la ayuda de un hombre que me explica todos los modos de llegar a mi destino, saco un billete hasta el extremo sur de la isla de Java, para poder tomar un ferry a Bali y amanecer mañana allí. En realidad son dos billetes los que saco, porque debe hacerse un intercambio en la ciudad de Surabaya.

Tengo tiempo hasta las cuatro de la tarde para volver al albergue, mirar algún lugar para dormir mañana, terminar de recogerlo todo y hacer una pequeña compra para el viaje.


Ahora siento otra vez la adrenalina que proporciona el cambio de lugar, de cultura, de hábitos. En la isla de Java, mis días han estado marcados por los paseos entre el tráfico y los suburbios, por la cultura y la tradición islámica, por la calidez de las personas que me he ido encontrando al paso. En Bali, algo muy diferente voy a encontrar, empezando por los bellos parajes o la cultura hinduista. Esto me mantiene aún más ilusionada que el haber cogido el vuelo de Barcelona hacia Jakarta. 

A las cuatro en punto tomo un taxi bici-carro que me lleva a la estación desde donde empieza mi rumbo a Bali. Me espera un largo viaje en tren, así que me preparo mentalmente para ello. Me toca al lado de una chica joven. "Genial!", pienso; ya que la gente joven es la que suele hablar un poco más de inglés. Como ya es frecuente, me tiro todo el camino hablando con esta chica, la cual no recuerdo el nombre. Ella viaja a Surabaya para visitar a su hermana y a su sobrino. Les lleva el plato típico de Jogjakarta, que por cierto, yo no probé. 

A nuestro lado va un matrimonio con dos niñas pequeñas, las dos muy simpáticas y muy guapas. Yo les pongo distintas caras para que se rían, juego con ellas a vernos y no vernos o a hacerme la dormida y despertar de repente para darles un susto. Ellas están encantadas, el resto del vagón no sé si tanto, porque mucha gente intenta dormir de verdad. 

Pasan las horas y me doy cuenta de que vamos con retraso y no voy a llegar a tiempo para el siguiente tren. Le pregunto a la chica de mi lado si es posible cambiar el billete que ya no me sirve por otro, para el próximo tren que salga en la misma dirección. Me cuenta que una vez le pasó a ella y tuvo que pagar otro billete, ya que la compañía no se hacía responsable de los retrasos. Aún así, voy a hablar con el personal del tren, que me dicen lo mismo, aunque me dan la esperanza de que en la estación puedan ofrecerme alguna opción para recuperar mi dinero. 

Es inútil intentar que sea justo, simplemente es su procedimiento. No puedo hacer otra cosa que pagar otra vez y ponerme otra norma de viaje: no comprar ningún billete hasta que no esté personada físicamente en la estación de origen. 

El tren que he perdido salía a las diez y media de la noche y llegaba a las cuatro y media de la mañana a Banyuwangi, desde donde se toma el ferry al puerto de Gilimanuk, al norte de Bali. Con mi nuevo plan, debo esperar en la estación hasta las cuatro y media de la mañana y llegar a las once y media a mi destino, cosa que tampoco me parece tan mal. 

Me dispongo a pasar estas horas en vela; leyendo, escribiendo o hablando con las personas que también esperan en la estación. Estamos todos sentados en una especie de sala de espera. En la hilera de asientos de detrás, hay una mujer mayor que parece no estar muy bien de la cabeza y además huele un poco mal. Las moscas y mosquitos la rodean y se le posan en brazos y piernas constantemente. Mientras el chico de al lado me ofrece galletas de un paquete que acaba de abrir, oigo un chorro de líquido y para mi sorpresa, al girarme, veo que la mujer se ha incorporado y está meando dentro de una bolsa. Luego la ata y se levanta a tirarla a la basura. No entiendo el porqué, ya que hay baños a diez metros.

Por suerte, hay bastante gente en la estación y no me da tiempo a aburrirme ni a sufrir por querer dormir. Ivan es el chico con el que más horas de charla comparto. Él y su familia viajan desde Jakarta para hacer el trekking hacia el cráter de Bromo. Se me hace extraño conocer a indonesios que viajen por ocio, puesto que todos los que he conocido lo hacían únicamente para visitar familiares. Además, Ivan mismo admite que el indonesio es muy casero y poco viajero. 

Los mosquitos me están comiendo viva. Uso la loción repelente que me proporcionaron en el hotel de Borobudur y nunca utilicé. Parece que funciona. Lástima no haber caído antes, porque ya tengo unas cuantas picaduras en los pies y en el trozo de cuello que llevo al descubierto. 

El sueño empieza a invadirme cuando ya son las cuatro. En pocos minutos, ya estoy buscando la que va a ser mi cama esta noche; y en otros pocos, durmiendo. Cada vez que me despierto cambio de postura hasta que, definitivamente, me tumbo a lo largo del asiento con la mochila por almohada y logro descansar un par de horas seguidas. 

El revisor me despierta sobre las siete de la mañana. Estoy tan dormida, que primero pego un salto, alterada, pensando que me he pasado la parada sin darme cuenta. Cuando recapacito, busco el billete para mostrárselo, dándole primero el que no es válido. Entonces me empieza a hablar en indonesio, primero de manera amable y luego, al no entenderlo, con un tono un poco más serio. Él me enseña el billete, indicándome la hora de salida y la de llegada. Tardo unos minutos en reaccionar, pero finalmente me meto la mano en el bolsillo y saco el último billete que compré, pidiendo disculpas y mordiéndome el labio con una sonrisa. 

Intento volver a coger una postura cómoda, lo cual es imposible. Cambio de lado a cada rato, ahora sentada, ahora con las piernas estiradas, ahora dobladas. Me harto y me pongo a escribir. Sinceramente, no me apetece hablar con nadie porque me gustaría estar durmiendo y no puedo. De manera totalmente inoportuna, un chico se sienta a mi lado para decirme que, cuando ha venido el revisor y le he dado el otro billete por error, todo el vagón se ha enterado de que he perdido un tren. Nada más decirle que sí, que es cierto; pide si puedo mostrarle ese billete y yo se lo entrego sin ningún problema. Entonces, comienza un debate entre él y varias personas del vagón, que incluso se levantan de su asiento para venir a comentar el suceso. Yo no entiendo nada de lo que dicen, pero por el momento, estoy alucinada de lo chismosos que llegan a ser, e imagino cuánto rato llevarán con la curiosidad por ver mi billete. Incluso imagino que, mientras yo dormía, han escogido entre todos a un portavoz que hablara inglés para venir a pedírmelo. 

Ya estamos llegando. El portavoz se dirige otra vez hacia mí, ahora con su mujer y su hijo. Después de presentarme a su familia, me invitan a ir a su casa. Con mucha educación y respeto, les comento que aún debo llegar hasta Lovina y encontrar el lugar para dormir. Aún así, les doy las gracias. Mientras vuelven a sus asientos, los miro y pienso "menos mal que has sabido decir que no, porque lo único que necesitas ahora es dormir". 

De la estación de tren al puerto hay trescientos metros. Los taxistas vuelven a aplicar su truco, basado en hacer creer que voy a tener que andar mucho rato con las mochilas a cuestas. Paso por alto sus comentarios y sigo a la multitud.

Una música a todo volumen hace que me gire para ver de dónde viene. Es una fiesta en la calle. Me acerco para ver qué se hace y me vetan el paso unas señoras en la entrada. Pregunto si se trata de un evento privado, a lo que contestan afirmativamente. Cuando ya estoy dando media vuelta después de pedir disculpas, una chica me agarra del brazo y me empuja hacia dentro, ofreciéndome comida de unas mesas. Siento un poco de apuro por haber irrumpido así, con las mochilas de viaje colgadas y en chanclas, en medio de una fiesta islámica, donde todos visten elegantemente y las mujeres van muy tapadas. A todo ofrecimiento digo que no y salgo de allí sonriendo a los invitados y disculpándome de nuevo con las mujeres de la entrada. 

Una chica me sigue y me ofrece un vaso de helado con arroz dulce, tintado de verde. Ella va comiendo uno, así que acepto el que cogió para mí y me acompaña hasta la taquilla del ferry, sin habérselo pedido. Es extraño, nunca pensé que el arroz combinara con helado, pero está rico. 

Me tumbo en el suelo de la cubierta. Ahora el día está nublado, aunque igualmente cálido. Respiro profundamente e imagino el momento en que disponga de una cama para dormir. Me apetece comer algo caliente, pero sólo me quedan unas galletas y frutos secos. Opto por esperar, ya que seguramente pueda encontrar algo mejor a la llegada a Bali. 

Veinte minutos más tarde, me encuentro ante el último transporte que debo coger para llegar a mi destino. La furgoneta con la que voy a compartir trayecto con otros pasajeros está aún vacía. El conductor me invita a pasar y colocar mi equipaje. La espera se hace muy larga; primero llega un chico, luego una pareja de holandeses, luego un hombre mayor...y así hasta que somos diez personas y el conductor arranca el vehículo. Justo en ese momento, hace veinticuatro horas que estoy de camino. 

El último tramo se hace muy pesado, casi insoportable. No tengo apenas espacio ni para mover un brazo; estoy encajada entre el cristal a mi derecha, mis mochilas en los pies y una niña a la izquierda, bien pegada a mí para no caerse por la puerta abierta de la furgoneta. Empieza a oscurecer y sin querer, me duermo. 

Algún grito, bache o frenazo hace que abra los ojos de golpe y crea que tengo que bajar ahí mismo. Los demás pasajeros me calman, yo me excuso explicando con señales que estaba completamente dormida y me he asustado. La sensación que tengo ahora es parecida a la que tenía cuando volvía de una discoteca a mi casa a las nueve de la mañana. Tengo que intentar por todos los medios no volver a quedarme dormida, ya que tengo que avisar al conductor dónde tiene que parar.

La dirección del hotel donde voy a dormir esta noche la tengo apuntada en el bloc de notas, junto con un pequeño esquema de cómo llegar. Por la carretera que vamos, debo estar atenta para reconocer algún cartel y relacionarlo con mi esquema. No resulta fácil, ya que está muy oscuro y además no sé a qué altura debo empezar a fijarme. Entonces, cojo mi diccionario de inglés-indonesio y preparo una frase para decírsela al conductor, que simplemente dice "por favor, pare después del Spa-Resort Banyualit". 

Dos horas y media más tarde, bajo de la furgoneta y camino hacia el hotel. Sólo tengo que andar un minuto en la oscuridad y bajo la fina lluvia para dar con mi alojamiento. Los huéspedes ocupan el comedor situado en el jardín de entrada, donde están sirviendo platos a todas las mesas. "Qué raro, todavía es pronto para cenar", pienso. Inmediatamente caigo en que he cambiado de zona horaria y aquí ya es una hora más tarde. Igualmente, sigo pensando que las seis y media no es mi hora de cenar.

Aparece un hombre con un gracioso semblante, como si de una caricatura se tratara. Pregunta en qué puede ayudarme. Pido una habitación para esta noche y rápidamente, cogiendo primero una llave, me acompaña hacia una de ellas. Al abrir la puerta, me emociono como si no hubiera visto una cama en mi vida. Dejo mis cosas y pido por favor si puedo ducharme antes de hacer el check-in. A él le parece todo genial, o al menos eso es lo que aparenta.

En el baño, esperaba encontrar un plato de ducha, pero todo lo que encuentro es un agujero en el suelo al lado del váter y una alcachofa de ducha sin presión alguna y con agua totalmente fría. Es la ducha más horrible que he visto jamás y probablemente también la más apreciada. 

Bajo al comedor, arreglo los papeles con el señor caricaturado y me siento a tomar una cerveza. Un hombre, español, se dirige a mí preguntando de dónde soy. Él es de Mallorca. Está viajando solo porque su mujer murió y él está retirado por una enfermedad la cual no nombra ni yo pregunto por ella. Pido algo para comer y me paso a su mesa para continuar la conversación. Me va muy bien estar distraída para no caer dormida encima del plato en cualquier momento, pero en cuanto termino de comer, me levanto a pagar y me retiro a la habitación, despidiéndome de Lluis, el mallorquín. 

Ya en mi primera cama de matrimonio en Indonesia, hay tantos mosquitos que, ni agotada como estoy, puedo pegar ojo. Cubro todo mi cuerpo y mi cabeza con una especie de cubrecama que supongo que han dejado para que me tape. A pesar del calor, me siento un poco más protegida, aunque tengo miedo de destaparme una vez dormida y ser víctima de decenas de picaduras. Antes de conciliar el sueño, me prometo a mí misma que mañana compraré repelente para mosquitos.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

9.sin manos!

El día invita a salir de paseo; no hace mucho calor y de momento no llueve. Creía que en la época lluviosa, aproximadamente de noviembre a marzo, llovía más a menudo. Pero de momento, las lluvias son poco frecuentes y tampoco son excesivamente abundantes.

Desayuno unas tostadas con mermelada de piña, ya que Alejandra me cuenta que la comida cocinada que ofrecen en el albergue lleva ya hecha unos días y nunca la conservan en el frigorífico. Recuerdo que ayer probé el sofrito de fruta con arroz y salsa de soja y mi cara cambia por completo. Aún no he sufrido ningún problema estomacal y espero no tenerlo ahora por esto.

Tengo pensado pasar el día en el templo hindú de Prambanan. En el autobús hacia allí, me siento al lado de una niña que tiene atrapada a una mariposa entre sus dedos, sin dejarla volar. Por señas, le indico que la deje libre, para que esta emprenda su camino. Entonces, la niña separa las yemas de sus dedos de esas alas negras a topos blancos y el insecto se posa sobre el cristal, sin moverse.

El camino se hace un poco largo debido al tráfico, incluso voy un tanto mareada entre el calor y las vibraciones del autobús. Al bajar, los taxistas se agolpan para ofrecer sus servicios hasta la puerta del templo. Yo decido ir caminando, a pesar de su insistencia en que está muy lejos. Y tan solo tardo diez minutos andando, así que una vez más, era una invención de los taxistas para hacer negocio.

La nuca me arde, el sol pega muy fuerte ahora. Paro bajo la sombra de un árbol a echarme protección solar en la cara, la nuca y los brazos; partes que ya tengo enrojecidas de días anteriores. Mientras me extiendo la crema me acuerdo de mi hermana, que siempre promociona los efectos de estos productos del mismo modo que una vendedora en su tienda de cosméticos.

Prambanan es un templo mucho más pequeño que Borobudur, pero no por ello con menos encanto. Está rodeado de vegetación y en sus inmediaciones se encuentran otros tres templos de menor tamaño. De repente, se pone a llover fuertemente, tanto que incluso los que llevan paraguas se resguardan también de la lluvia en algunos tejadillos que ofrecen las entradas al templo. Personalmente, paso el rato con un grupo de niñas indonesias a las cuales les pido un favor. Quiero que me ayuden en una pequeña grabación que tengo pensada enviar a mi amiga Maite desde aquí, ya que en dos días es su cumpleaños. Las niñas no tienen problema alguno en colaborar, incluso creo que el que les haya pedido un favor les hace sentir importantes.

Muchos colegios visitan el templo. La mayoría de los niños se descalzan tras la gran aguada que ha caído en un rato. Se entretienen mojándose los pies en los charcos, chapoteando con el agua. Sinceramente, me gustaría poder hacer lo mismo en ese mismo momento, ya que toda la tierra del suelo salta sobre mis chanclas de playa y se torna muy incómodo el caminar al mismo tiempo que se exfolian las plantas de los pies.

Un profesor se acerca a mí. Al principio, debo decir, me siento un poco acosada; pienso que se trata de algún vendedor de postales por cómo me mira, como si quisiera algo de mí. No le presto toda mi atención, pero al pronunciar “I’m the teacher of those children” relajo mi mente y le escucho, respondiendo a todas sus preguntas.

Todos los niños y los otros tres profesores que le acompañan quieren una foto conmigo. Luego, no paran uno a uno de pedirme fotos por separado.

El hombre hace bastante hincapié en el hecho de que viaje sola, incluso me invita a su casa después de haberle dicho que no estoy casada, con una mirada y una entonación medio tímida, medio atrevida. La situación no me gusta nada y por mi cabeza pasa sólo una idea: “la primera impresión es la que cuenta; huye!”. En cuanto puedo, tomo un desvío para dirigirme a cualquier otra parte que me aleje de su lado. Tengo suerte, porque él no puede separarse de su grupo.

Sin preverlo, doy con un museo arqueológico y al salir, vuelve a llover. El hambre acecha, así que se me ocurre comer algo en un restaurante cercano al museo, con vistas a un cercado lleno de ciervos. Desde allí, espero a que cese la lluvia mientras lleno mi estómago y analizo el comportamiento de este animal tan bonito. Algunos ciervos juegan, parece que peleen. Otros escarban en la tierra con sus cuernos y parte de la cabeza. Abro el bloc de notas, tomo el bolígrafo que me regaló Tanty en el tren a Kutoarjo y empiezo a dibujar.

Casi sin darme cuenta, quedan tan sólo dos horas para el cierre del recinto, así que debo apresurarme si quiero visitar los otros tres templos. Voy rápida, aunque no pierdo detalle en todo el recorrido. Algunos de los árboles que me rodean son frutales, con lo que el suelo se encuentra lleno de mangos, cocos, papayas y otros frutos desconocidos para mí. No estoy segura de que sean comestibles, aunque recojo algún mango del suelo, lo acerco a mi nariz y compruebo que huele muy bien.

De repente, una construcción muy deteriorada y solitaria aparece ante mí. Es un lugar interesante, muy místico, e incluso reúne muchas cualidades artísticas. Pero también desprende un cierto misterio que hace que le tome respeto. Será principalmente porque se halla apartado y vacío. Ahora es el momento perfecto para descalzarme y  quitar toda la tierra pegada a mis pies dentro de los charcos. Todos los visitantes están ahora en el templo principal, tomando fotografías del atardecer allí. Me gusta tanto la sensación de mis pies libres, que permanezco descalza durante un buen rato.

Antes de salir del recinto, también me acerco a Prambanan para hacer las últimas y típicas fotografías, como el resto de la gente. Luego, en dirección a la salida, cruzo el mercado artesanal y compro una pulsera que, en mi opinión, combina con la ropa que llevo.

De camino a la parada del autobús, hago un repaso del día y me siento llena, feliz. La luz anaranjada y rojiza que desprende el cielo es preciosa. Topo con un edificio a media construcción que me recuerda cuánto le gustan a Tea este tipo de escenarios. Ella tiene un sentido peculiar para transformar el arte, llevándolo a su terreno. Los matices de destrucción y obsolescencia le apasionan, es por eso que tomo una fotografía especialmente para ella, aprovechando los colores que aún luce el cielo.

Sabía que llegaría el momento en el que encontrara en mi viaje a alguna pareja de españoles. Y así es; en el transporte de vuelta aparecen Igor y Mireia, precisamente residentes en Barcelona. Contamos todo tipo de anécdotas graciosas y cosas que hemos tenido la oportunidad de conocer aquí. También tocamos a grandes rasgos nuestro pasado y futuro. Da la impresión de que hacen una pareja extraordinaria y de que ambos comparten muchas aventuras en sus días. Bajan del autobús y nos despedimos, deseándonos suerte en todo aquello que emprendamos.

Al entrar en el albergue, no me puedo creer lo que ven mis ojos. Es Jeri, el coreano, sentado en la mesa de la zona de desayuno. Rápidamente, me dirijo hacia él para confirmar que se trata de Jeri y no de un chico parecido de espaldas.

En seguida le abrazo y nos quedamos mirando el uno al otro, parpadeando, sin creer lo que vemos. Jogjakarta es una ciudad no tan grande como Jakarta, pero con suficientes alojamientos como para no encontrarnos, de manera casual, durmiendo bajo el mismo techo. Abrimos unas cervezas y brindamos con ilusión por nuestro reencuentro. Existen unas bicicletas atrás en el lavadero que podemos pedir prestadas. No se nos pone objeción alguna, así que salimos pedaleando, gritando, cantando. Jeri alza los brazos, soltando el manillar y haciendo que los demás vehículos lo sorteen a su paso.

Lo llevo al mercado nocturno, en la feria donde estuve la primera noche, ya que dice no haber salido en todo el día de la cama y del hall del albergue desde que llegó. Una vez allí, nos dejamos llevar por nuestra ilusión, impulsividad y energía. Subimos a la atracción que el otro día me llamó más la atención por su método rudimentario. Se trata de un gran aro con hierros que lo cruzan y se agarran por el centro a un poste acabado en punta, como un lápiz gigante. Los pasajeros, ocupamos asiento alrededor del aro. Los feriantes, empujan el aro con fuerza en la misma dirección, al tiempo que unos se cuelgan de un lado para que el aro se levante del otro extremo. Es muy excitante ver cómo hacen acrobacias mientras nos empujan, poniendo en peligro su integridad.

Da la casualidad de que coincidimos con un espectáculo de baile indonesio en un gran escenario, situado al sur de la feria. Grupos de niñas desde tres a quince años aproximadamente, disputan un premio por sus representaciones. Jeri y yo las miramos con la boca abierta, comentando su belleza y su manera de bailar. Al terminar cada actuación, somos los únicos que aplaudimos con fuerza para mostrar nuestro agrado. La gente nos mira como si estuviéramos locos, pero nosotros seguimos aplaudiendo, silbando y gritando “uuuuh uh!”.

Propongo entrar a saltar a las camas elásticas. Jeri se muestra muy emocionado al respecto. Como dos niños, nos quitamos rápidamente el calzado y corremos cada uno hacia una esquina. Hacía tiempo que no practicábamos, pero todavía nos atrevemos a saltar de rodillas, con el culo y también de cama en cama. Nos hacemos fotografías en el aire, uno a otro. Sudamos y reímos sin parar.

Antes de irnos de la feria, él quiere que compremos un anillo o pulsera igual para los dos, en símbolo de amistad. Nos acercamos a un puesto de bisutería y, después de probarnos muchos anillos, nos decidimos por uno que es tan feo que hace que me encante. Así, nos comprometemos a llevarlo puesto con la esperanza de volver a encontrarnos algún día.